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 domingo, 19 de marzo de 2006  
El viaje del lector
Perdidos en Napoles

Nuestro viaje a Nápoles surgió espontáneamente cuando estando en Roma en el límite del tiempo disponible, ya sin posibilidad de llegar a tantos lugares de Italia que nos faltaban conocer. Pero entendimos que no podíamos omitir Napoli y hacia allí partimos.

Frente a nuestro asiento se acomodó una signora con aspecto poco amigable. Instaló ante ella un voluminoso equipaje sin preocuparse por ocupar el espacio para nuestras piernas. A poco de andar, irrumpió en el vagón el guarda con grandes voces y ademanes. Por lo improvisado del viaje, no habíamos reparado en una circunstancia que no lo propiciaba: era día de elecciones y ello tendría incidencias en la excursión. Por lo pronto, el guarda no ahorró un comentario político sobre el hecho y suscitó la inmediata reacción de los pasajeros. Comenzó una discusión en la que todos tomaron partido. El provocador se alejaba, pero al recordar otro argumento, volvía a sustentarlo vivamente. Nuestra vecina de asiento no era la excepción en el debate. Roto su mutismo, comenzó a hablar haciéndonos partícipes de sus opiniones, a pesar de nuestra limitación con el idioma.

Faltaba la cámara del gran Federico para tomar imágenes: eran, sin duda, situaciones y personajes propios de sus películas. Nuestra mujer ya había desembocado en el tema del eterno enfrentamiento entre el sur y el norte y decía indignada: ¡Que coman fierro!, aludiendo a la industrialización de que se jacta el norte ante la producción de alimentos que surge del sur.

Luego nos contó su frustrada experiencia conyugal: se había casado con un mahometano y muy pronto se planteó un conflicto entre el Coran y la Biblia. Un día apareció un cenicero apoyado desaprensivamente sobre el sagrado libro de ella y eso ya no pudo tolerarlo.

Hechos grandes amigos, llegamos a destino y nos recomendó lugares donde degustar excelente pizza que no localizamos y nos llevó a comer mal y caro en cualquier parte.

Paseábamos por la ciudad visiblemente afectada por el domingo y las elecciones. Nos asomábamos a las profundas callejuelas que aparecían cada treinta o cuarenta metros, sin atrevernos a recorrerlas.

De pronto, en el mar, divisamos el Vesubio, apacible y desentendido de su fama. Habíamos visitado Pompeya y quedamos impresionados con sus imágenes detenidas hace dos mil años.

Nápoles nos resultaba esquivo con sus lugares cerrados, sin poder apreciar su ritmo, su pintoresquismo. No encontrábamos taxis ni sitio donde comprar tarjetas para el autobús. Entramos a un bar y tratamos de explicar nuestra situación. Un par de parroquianos corpulentos y expansivos nos dijeron que tenían un "pullman" y podían llevarnos a la estación. Accedimos y fuimos hasta el bus, donde no encontramos ningún otro pasajero. Aparentemente sería exclusivo para nosotros y como, una vez instalados en el vehículo, los conductores tardaban en llegar, empezamos a alarmarnos. ¿Quiénes eran? ¿Qué los motivaba a ayudarnos? ¿Qué nos cobrarían? Cuando vinieron, a manera de broma, le expusimos nuestra inquietud por el costo y dijimos que cualquier cosa le contaríamos a Maradona, como una invocación que pudiera resultar mágica.

Nos dijeron que no nos preocupáramos y emprendimos la marcha. Con esa incertidumbre y sin ninguna otra compañía no estábamos para nada tranquilos. Ingenuamente habíamos escondido entre nuestras ropas las tarjetas de crédito y algunos valores.

Avanzábamos por las calles de Napoli mientras ellos parloteaban. Al llegar a las cercanías de la estación, uno de los hombres descendió y ante nuestra pregunta sobre el costo, nos dijo que nos entendiéramos con el compañero. Este, el más grandote, siguió con el vehículo un poco más, se detuvo, nos invitó a bajar y ante nuestra insistencia nos dejó sin cobrarnos nada. Habíamos llegado y podíamos seguir nuestro viaje.

Agradecimos desconcertados y concluimos en que habían ido hasta de la costa a la estación porque era el único lugar donde podían conseguir cigarrillos.

Después de dar vueltas por la estación , completando un día de desencuentros y cansados, abordamos un tren atestado entre gente y equipajes. De vuelta a Roma, adonde conducen todos los caminos. Nuestro viaje no fue el ideal, pero ¡vimos. "Napoli! e dopo"... quedamos encantados con la fellinesca y simpática experiencia.

Pablo Kuhn


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