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 domingo, 19 de marzo de 2006  
Interiores: desbordes

Los bordes constituyen una línea real o virtual, un límite, una superficie, en suma un recorrido posible, o en ocasiones imposible de recorrer. El horizonte es un borde majestuoso imposible de caminar pero posible de recorrer con la mirada, que siempre llega más lejos que las mejores piernas, y no obstante es un límite imposible de traspasar. Sucede lo mismo con la vida, que ha de tener un horizonte y límites que no se traspasen. Básicamente hay dos grandes clases de bordes: los bordes de la Naturaleza Física y los bordes de la Naturaleza Humana, en tanto naturaleza social.

En la naturaleza física de un modo más o menos recurrente se producen desbordes. Las convulsiones volcánicas, el impresionante tsunami, o el terrible alud de lodo de Las Filipinas; todos ellos en principio por causas que se mueven más allá del control de los humanos. No es el caso de Nueva Orleans, ya que se trata de un desborde y una calamidad de naturaleza social, en el sentido de que el poder que habita y maneja a los gobiernos nunca piensa en la gente.

Más bien sólo en sí mismo, razón por la cual se desoyeron los informes y los avisos que alertaron sobre el peligro casi inminente de que estallen los bordes de hormigón del gran dique, situado justo arriba de la ciudad, con la consecuencia de las aguas desbordadas inundando la pobreza de la gente. Lo que ocurre es que la riqueza, en su desmesura económica, es esencialmente un desborde. No se trata solamente de la relación social más simple y terrible de todas: la acumulación de la riqueza en consonancia con la acumulación de la pobreza. Es que son las propias ansias de la riqueza las que están desbordadas, tanto en su acumulación, como en su exhibición, al punto que no hay pudor social al respecto.

Esta falta de pudor se puede ver más o menos a diario, y en particular en dos publicaciones en la prensa de estos días. En la revista dominical del diario "El País" de Madrid de comienzos de marzo se puede encontrar una nota en la que se listan y comentan artículos de lujo: carteras de 10.000 euros, vestidos de 15.000 y en el colmo de la desmesura, un reloj de 1.250.000 euros de los que sólo habrá siete en el mundo, seis de los cuales ya están vendidos.

La pregunta tan ingenua como inevitable es, ¿quién puede comprar semejante relojito? ¿acaso se venderá en cuotas? La respuesta se la puede encontrar también estos días en un artículo de la revista Forbes, una publicación especializada en ricos y riqueza, que ventila y actualiza la lista de los más ricos del mundo, conocidos como los "milmillonarios".

En la cúspide de la montaña de oro está Bill Gates, el topman de los dineros, con una fortuna que trepó a los 50.000 millones de dólares. Por nuestra parte sólo contamos con un espécimen de esta raza milmillonaria, el modesto Goyo Pérez Companc, el topman local poseedor de apenas 1700 millones de dólares.

Semejantes despropósitos convierten el mundo en un espectáculo continuo y terrible en el que muchos son devorados por su riqueza y millones son aplastados por su pobreza. Muchos que jamás podrán consumir lo que poseen y millones que inexorablemente serán consumidos por la pobreza.

En un plano diferente (si bien relacionado) las relaciones humanas también transcurren entre bordes y desbordes. La sexualidad humana se estructura con relación a los bordes del cuerpo, muchas veces en las zonas limítrofes entre el interior y el exterior de cada cual, con recorridos que en ocasiones son sutiles y en otras desbordados.

Se puede pensar que también el afecto circula por bordes, pero en este caso por unos bordes especiales que son los pliegues del alma. En este sentido, las pasiones, donde muchas veces se entremezclan y se conjugan de un modo único lo erótico y lo afectivo, constituyen una de las manifestaciones humanas más características, de las más habituales, y sin embargo una de las manifestaciones humanas donde se producen los mayores desbordes. Se podría definir y describir la sexualidad humana (del tipo que sea) como un desborde normal. Es decir, que en la sexualidad los sujetos se salen de sí mismos llevados por la pasión, en un encuentro con el otro no siempre satisfactorio, pero capaz de procurar a los humanos las mayores satisfacciones y también, claro está, las mayores locuras.

Como se sabe y a pesar de la rima, la cordura es lo opuesto a la locura. Lo cuerdo, dice el diccionario, tiene que ver con la prudencia, con el buen seso y con el juicio. Naturalmente que lo de buen seso es una metáfora, muy clásica en nuestra lengua, donde el seso, para nuestro universo simbólico, concentra dos virtudes y dos facultades magistrales: la inteligencia y la prudencia. El asunto es que inteligencia y prudencia no siempre van de la mano, ya que el planeta no parece estar poblado de humanos inteligentes y a la vez prudentes.

Ahora bien, ¿es posible siquiera imaginar una sociedad inteligente y prudente?. Dirán que se trata de una utopía. Pero tal vez haya que insistir en que lo mejor de las utopías es que sean utópicas, es decir que no tengan lugar, en tanto las utopías son universos cerrados, al modo de los dogmas, esencialmente inalterables. En cambio, los mundos no utópicos (es decir todos) son por el contrario esencialmente alterables y ahí reside la esperanza de que las cosas puedan ser distintas, aunque muchas veces (por no decir siempre) esto implique o lleve a algunos desbordes que hagan deslizar las cosas por fuera de los marcos y de los cánones establecidos. Lo que puede permitir encontrar nuevos significados a las cosas. Por el momento, lo importante es no habituarnos a los desbordes que más se reiteran: los continuos desbordes del poder que se ensañan con los de siempre. Tanto aquí como allá.
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