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 sábado, 18 de marzo de 2006  
Sobre la enseñanza de la última dictadura militar en la escuela

Estanislao Antelo (*)

En un cuento del escritor alemán Bernhard Schlink (Circuncisión) se toca el meollo de la enseñanza de las experiencias totalitarias. Una visita de escolares a un campo de concentración (Oranienburg) suscita en Andi, uno de los miembros de una pareja que sufre a causa de ciertas diferencias, la siguiente impresión: “En el campo había también un grupo de escolares, unos treinta niños y niñas de doce años: gritaban, se reían y cuchicheaban tonterías. Estaban más interesados por sus compañeros que por lo que el profesor les enseñaba y les explicaba. Lo que veían sólo les servía para fanfarronear, tomarse el pelo los unos a los otros o hacer bromas. Jugaban a guardias y prisioneros, y gemían en las celdas como si los estuvieran torturando o se murieran de sed. El profesor hacía todo lo que podía, y escuchándolo se veía claramente que había preparado a fondo la visita al campo con los niños. Pero todos sus esfuerzos eran en vano”.

  ¿Qué tenemos?

  Un profesor preparado que se esfuerza en vano. Unos chicos que piensan en otra cosa. No atienden, no se interesan, se ríen, y dicen tonterías. Nada de esto es una novedad para los educadores. La vanidad de ciertos esfuerzos forma parte del patrimonio profesoral. Sin embargo, la constatación del fracaso en la producción de determinados efectos en nuestros alumnos (que excede ampliamente la temática de la enseñanza del golpe militar y que es mucho más frecuente de lo que habitualmente estamos dispuestos a reconocer) puede ayudarnos a pensar.

  ¿Qué herramientas utilizamos para enfrentar la indiferencia?

  Por un lado, unos verbos: recordar, reflexionar, no olvidar, concientizar, transmitir. ¿Qué más? Un Nunca más. Estos verbos y deseos ponen en acción el vocabulario con el que algunos piensan la cuestión de la transmisión de este tipo de experiencias en nuestro país.

  Probablemente muchos de nosotros seamos usuarios activos. Probablemente muchos otros hablen otra lengua. Probablemente exista entre unos y otros una disputa alrededor de la cuestión.

El problema del imperativo
Pero quisiera compartir algunas dificultades alrededor de estos verbos. Una dificultad que llamaría el problema del imperativo crítico o la ineficacia pedagógica de la obligación / mandato de ser crítico, conocer la historia reciente y defender los derechos humanos.

  En primer lugar, es posible identificar en este vocabulario una relación causal entre el ejercicio sistemático de la memoria, el reparto de información, la transmisión generacional, y la producción de un tipo de ciudadano ideal: no totalitario, democrático, participativo, etc. El fracaso evidente de esta relación causal nos enfrenta a la ineficacia de pretender, mediante una orden, intencionalmente, que nuestros alumnos sean lo que nosotros deseamos que sean, y a la ineficacia de confiar en la persuasión como camino directo a la conciencia crítica, el compromiso y cuestiones del tipo.

  En segundo lugar, la voluntad de hacer tomar un poco de esa conciencia crítica, presupone un ciudadano que no sabe, no es conciente o no tiene conciencia de, desinformado, desinteresado, deficitario. Esta presuposición se acompaña con la creencia y confianza en una elite ya educada y concientizada correctamente que sabe realmente lo que sucedió, y que por lo tanto tiene la llave de acceso al pasado.

  Quizás los educadores ganemos en eficacia si conseguimos focalizar el esfuerzo, no en la producción de un ciudadano ideal (demócrata, informado, crítico, concientizado opuesto al desinteresado, falto de conciencia, colgado) sino en poner a disposición formas diversas e inéditas de lidiar con el pasado reciente.

  Dos productos han sido puestos a rodar, también recientemente, en la cultura. Uno, publicado en 1995: “Historias de la argentina deseada”, de Tomás Abraham. El otro, publicado diez años después, “Política y/o violencia. Una aproximación a la guerrilla de los años 70”, de Pilar Calveiro. Allí, más que hombres ideales o aspiraciones desmesuradas de buenas conciencias, producto de formas críticas de educación, lo que uno encuentra es la descripción de prácticas cotidianas rara vez estudiadas en su determinación.

  El valor que tiene el secuestro de un banco en un subterráneo o las risas cómplices y consentidas que proliferan en las reuniones en la que se recuerda los excesos de “la colimba” (la versión del “baile” —que no era otra cosa que una forma de tortura— que Calveiro proporciona, merecería ser puesta a disposición de los jóvenes estudiantes escolarizados), si bien es cierto que no son un camino directo al compromiso, muestran la ambigüedad de los vocabularios que creemos para siempre correctos, y más aún, muestran cómo ciertos comportamientos y complicidades aberrantes, continúan trabajando día a día.

  Quiero decir que quizás podamos sortear la trampa del imperativo crítico si nos aferramos al único imperativo realmente existente en el trabajo pedagógico: enseñar. Al fin y al cabo enseñar es un verbo. Ese verbo supone un trabajo y una tarea. Esa tarea consiste en poner metódicamente cosas a disposición. Versiones de las cosas y los hombres. Es necesario insistir con lo siguiente: no somos amos de los efectos de lo que enseñamos.

  El recuerdo, la conciencia y la información acerca de lo sucedido, el valor de la democracia y otros estados deseados vendrán, tal vez, por añadidura. Y nosotros, como corresponde, habremos intervenido en la disputa.

(*) Pedagogo. Integrante del Proyecto “A 30 años del golpe” (www.me.gov.ar/a30delgolpe)


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