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domingo,
26 de
febrero de
2006 |
Manaos: no sólo selva
La capital del caucho está situada en el corazón de Brasil. Está rodeada
por ríos caudalosos y cuenta con un riquísimo patrimonio histórico-cultural
Daniel Molini
Cuando uno llega a la ciudad de Manaos por caminos de agua, o se aleja de ella a través de una carretera muy pero muy recta, comprueba que su horizonte está tallado a base de industrias, edificios no muy altos y un par de cúpulas sin complejos de grandeza.
La alegría del arribo se proyecta a una construcción amarilla, rectangular, rodeada de muchos árboles como si pretendiese disimular su vocación trascendente: la catedral erigida en honor de Nuestra Señora de la Concepción. Emplazada a pocos metros del puerto y su muelle flotante, se llega a ella atravesando una plaza ocupada por miles de personas, ociosas unas, ocupadas otras, en cualquier servicio imaginable: de manicura, pedicuro, arreglo de calzado, venta de hielo, tarjetas telefónicas, golosinas, agua, fruta o guaraná.
Si no fuese una exageración podría decirse que gran parte de la población de la capital -más de un millón- está concentrada en dicha plaza, dando vueltas, consumiendo, riendo o viendo pasar el tiempo, conformando un conglomerado donde late la humanidad con todos sus olores y colores. Vista la plaza y la catedral, se debe continuar por los alrededores para ver de cerca la Aduana y, desde otra perspectiva, el muelle flotante, prodigio arquitectónico que sorprende, incluso, a los prevenidos.
Cuando uno piensa en Manaos pone a navegar la mente por ríos caudalosos, la invita a percibir los vapores del caucho cuando está siendo ahumado, la obliga a postrarse ante la naturaleza y el milagro de la diversidad.
Fundada en 1669, en el mismo lugar donde existía un baluarte portugués, la capital del estado de Amazonas, el más grande de Brasil, ofrece muchos motivos para permanecer en ella, y además, como es generosa, convida a descubrir otros fuera de sus límites: allí donde vive el río, allí donde aguarda la selva.
A pesar de estar situada en el corazón de la reserva forestal del mundo, Manaos es una ciudad con pocos árboles, como si sus gestores tuviesen vergüenza de mezclarlos con el asfalto de las calles.
Patrimonio riquísimo
Cuando se habla de referencias imprescindibles, esas que necesariamente deben er vistas, los lugareños sacan pecho, sabedores de que cuentan con un patrimonio riquísimo por el que sienten un orgullo especial.
El Palacio Río Negro, antigua mansión de tiempos de la colonia, situado en la avenida 7 de Septiembre, es un claro exponente. Allí funciona un centro de exposiciones, pinacoteca y museo, y las obras de arte deben competir con un interior que derrocha armonía, maderas lustrosas y buen hacer. El Teatro Amazonas, al que la mayoría cita como la pera de Manaos, es otro representante. Fue inaugurado en 1896, época de esplendor de la ciudad, donde el látex se convertía en mármol y los divos de la música alternaban con nombres importantes y multimillonarios.
Podría considerarse que las butacas, 700, son las estructuras más austeras de este monumento arquitectónico, donde todos los materiales utilizados en la construcción viajaron desde Europa, igual que muchos de los artistas que lo decoraron convirtiéndolo en un coliseo de referencia mundial.
Nelson, nuestro guía urbano, nos garantiza que el turismo, en el estado de Amazonas, es superlativo. Aproximadamente el 20 por ciento de las especies animales del planeta, y una de cada cinco plantas del mundo, se desarrollan allí. Tras las explicaciones nos pierde y nos encuentra en el Mercado Municipal Adolpho, edificio singular de hierro forjado que alberga alimentos y artesanía.
No alcanza el día para ver tanto como hay que ver, más aún cuando se sabe que la noche debe ser respetada porque a la mañana siguiente toca selva, imprescindible selva, donde el nogal se hermana con el castaño, las raíces con las lianas y el agua encalmada sostiene nenúfares gigantes y pajaritos de pico largo que se posan en ellos.
El despegue
En este entorno surgió, a finales del siglo XIX, el despegue de la región, gracias al árbol del caucho. Manos diestras practicaban surcos a su corteza, sin herirlo demasiado, para conseguir lágrimas de savia muy parecida a la leche. Los canales confluían en un punto donde era recogido y luego ahumado, dando fin a un proceso -el de la vulcanización-, que pasó a ser historia cuando la producción fue trasladada a plantaciones remotas.
De ese modo llegó el ocaso a la región: un abandono que se mantuvo durante lustros, hasta que en 1967 fue declarada zona franca y regresó el dinero. Todo lo que sucumbía de olvido comenzó a ser restaurado y hoy nos sorprende por su belleza.
Nadie debería marcharse de Manaos sin ver, desde la borda de una lancha cualquiera, la unión de los ríos Negro y Amazonas, lugar que convierte la confluencia en un espectáculo de dos colores, hechos de cerámica y barro uno, de negritud y profundidad el otro.
Las aguas tardan en mezclarse porque tienen propiedades distintas. La temperatura -más caliente el Negro-, la densidad -más denso el Amazonas- y la velocidad -más rápido el Amazonas- consiguen que ambos cauces marchen juntos pero no revueltos, que sus espumas sean distintas, ofreciendo imágenes difíciles de olvidar y dignas de ser preservadas.
Cuando los indios manaos, que luego darían el nombre a la ciudad, habitaban estas tierras, los torrentes estaban limpios y llenos de vida, los árboles no tenían enemigos y llovía cuando tenía que llover.
Siglos después las cosas han cambiado: no quedan indios, los peces mueren, la selva se queda calva a fuerza de incendios y desaparecen especies. Deberíamos poder hacer algo más que lamentarnos.
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