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domingo,
26 de
febrero de
2006 |
Tema de la semana
Consejo de la Magistratura: la reforma merece una chance.
El tema se había convertido, de un tiempo a esta parte, en el centro del debate nacional. El proyecto de reforma que impulsó el oficialismo del Consejo de la Magistratura, trascendente organismo que tiene a su cargo la selección y remoción de los jueces y la administración del Poder Judicial de la Nación, fue finalmente aprobado por la Cámara de Diputados luego de un intenso debate público que no dejó a ningún actor político de importancia fuera de la escena.
Pero el tiempo de las hipótesis ha pasado: después de la tormenta, y aunque el polvo todavía se está asentando sobre la superficie del arduo camino recorrido, ya es posible contemplar una realidad nueva. La reforma se convirtió en ley tras una votación definida en favor del oficialismo por diecinueve sufragios más que los necesarios en la Cámara baja y ahora corresponderá evaluar sus resultados. Hasta entonces, el duro enfrentamiento entre el Ejecutivo nacional —con un presidente instalado, tal cual es su costumbre, en lo más fragoroso del combate— y la oposición, que curiosamente esta vez nucleó a representantes de los dos extremos opuestos del arco ideológico, ocupó las primeras planas de los diarios y llegó a niveles de agresión que en nada contribuyen al fortalecimiento de las instituciones de la República. Sin embargo, en este momento se debería apartar a un lado lo meramente anecdótico y coyuntural para sumergirse en el análisis de las razones profundas que llevaron a ambos bandos —si así puede definírselos— a sostener con semejante dosis de ardor sus respectivas posiciones.
Los argumentos del oficialismo hicieron centro en la necesidad de, por un lado, agilizar el organismo y tornarlo menos burocrático, y por otro lado en la profundización de su raíz política, es decir, en acentuar su relación con los poderes directamente emanados del voto del pueblo. “Se hace justicia al reconocer al sector político como el más legitimado para ser tenido en cuenta a la hora de las decisiones. Tenemos una democracia representativa y la democracia reside en el pueblo. Y los organismos políticos resultantes de la elección popular tienen la mayor legitimación para elegir cuáles son, por ejemplo, los mejores jueces para la democracia”, sostuvo el presidente del bloque de diputados nacionales del Frente por la Victoria, el justicialista Agustín Rossi, en una nota con su firma que publicó este diario.
Y he allí, sin dudas, el fundamento de los virulentos ataques realizados por Néstor Kirchner contra lo que llamó las “corporaciones vetustas”, entre las cuales no vaciló en incluir a los colegios de abogados para afirmar sin medias tintas que “defienden su quintita”. En contrapartida, acaso deba preocupar la pérdida de representatividad de las minorías, que antes gozaban de igual número de senadores y diputados dentro del cuerpo —eran dos para la mayoría y dos por la minoría— y ahora, tras la reducción definida, se ven en desventaja de dos a uno. El otro sector que sufrió una disminución de su peso específico dentro del Consejo son los académicos y científicos, que han pasado de dos representantes a tener apenas uno.
Los argumentos brindados por el oficialismo y que aluden al mayor parecido del modelo aprobado el miércoles pasado en Diputados con aquellos que adoptan naciones europeas no carecen de razón, pero las dudas que inevitablemente siembran se relacionan con las modalidades tan diferentes de entender y practicar la política que existen en el Viejo Continente y la Argentina, tan propensa a los desbordes personalistas y la desmedida vocación hegemónica.
Los cuestionamientos a la modificación son, entonces, transparentes y se reflejan en cifras concretas: se ha pasado de veinte a trece consejeros, pero se mantienen los cinco representantes del oficialismo.
Aunque tampoco puede negarse el poder oculto que los grupos corporativos de la más diversa índole han ostentado históricamente en la Argentina, sobre todo durante el transcurso de las últimas tres décadas, cuando condicionaron con inédita fuerza el accionar de gobiernos elegidos por la ciudadanía.
En síntesis: la intensa disputa a la que asistió el país y que desembocó en la notoria radicalización de las posiciones en pugna —con uso y abuso de tremendismos y hasta exabruptos varios— refleja suspicacias y desconfianzas de añeja data, cuya disolución no será posible sino por intermedio del propio curso de los hechos. En el futuro está la respuesta, y el mismo Consejo de la Magistratura es quien debe darla.
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