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domingo,
26 de
febrero de
2006 |
Interiores: los tiempos
Estamos más que acostumbrados a hablar del tiempo en forma singular de manera que bajo el título general "de tiempo", se incluye toda la problemática más que crucial relacionada con el tema. Como se sabe el humano no se lleva demasiado bien con el tiempo ni con la remanida sentencia de que el tiempo es oro que usa al codiciado metal en una metáfora perfectamente inútil, porque el tiempo es más que el oro, ya que el bendito o el maldito tiempo, según se mire, es mucho más que el bendito o el maldito oro, también según se mire.
Los buscadores de oro han dado su tiempo, es decir su vida metiendo sus manos en el barro para encontrarlo. Oro que va a parar a otras manos, por lo general también sucias, pero limpias de barro. Las manos son muchas veces la de los niños del Congo africano, guiados por sus ojos que son expertos en detectar el brillo en medio del barro y las piedras.
Pegados a la mina están los primeros compradores que en una compleja criba van separando el barro, la tierra y las piedras del polvo amarillo, que convertido en oro, irá a brillar a Occidente en señores y señoras que brillan, con mucho tiempo para vivir, y con su tiempo para morir. Es preferible hablar en plural de una cuestión tan áspera como la del tiempo ya que no es igual para todos, y en muchos sentidos, el primero no debiera ignorar que los niños del Congo (y tantos otros) casi no tienen tiempo para algo que se parezca a la vida, mientras el tío Rico de Disney vive sentado sobre el oro, en medio del brillo sin barro materializando la metáfora de que el tiempo es oro.
De modo corriente los tiempos son tres, dejando de lado las sutilezas importantes de los tiempos verbales, como el presente continuo de los ingleses, o nuestro pluscuamperfecto. Pasado, presente y futuro se enlazan en ese orden de forma tal que si alguien reconoce su pasado, se concentra en su presente, sin dejar de tener en cuenta el futuro, en ese caso estamos frente a un espécimen normal, un homus normalis, habitante de un país que también reconoce su pasado, y que concentrado en su presente trabaja para los futuros habitantes por un planeta cada vez más habitable.
Tales homus con toda probabilidad no existen, salvo en algunos parajes suizos, país que sin embargo albergó el oro de los judíos que exterminaron los nazis que no sólo les arrebataron el oro, sino también el tiempo. En este sentido, la guerra es una calamidad de todos los tiempos, ya que no pueden situarse en el pasado cuando pululan en el presente, y por lo que parece el futuro no las erradicará. Con la aclaración de que en el pasado al menos había ejércitos y un campo de batalla, mientras que en el futuro de aquellos tiempos el progreso barrió con aquella dignidad de los campos de batalla transformando a las ciudades en tales campos.
De las guerras, al ser de todos los tiempos, bien podríamos decir que son atemporales lo que nos lleva a una extraña dimensión: la atemporalidad. Por otro lado, la vida no deja de ser un turno que se festeja cada cumpleaños, y donde nunca está del todo claro si es un año más o un año menos del total de la cuenta final, y por supuesto que mucho más turno es la muerte que en última instancia nunca falta a la cita. A su vez, el turno es una cita, precisamente, con el tiempo.
El sistema de los turnos garantiza en principio un orden y una justicia, combinación más bien infrecuente, y en dicha cita con el tiempo esperamos que alguien nos atienda y en ocasiones hasta que nos entienda: orden, justicia, atención y entendimiento conforman un menú casi imposible de encontrar, y sin embargo no se lo deja de esperar con el enorme riesgo de gastar el único (probablemente) turno de que disponemos. Pero nada como un turno para representar un coto de tiempo donde se pone de manifiesto la mezcla de los tiempos.
Los esperantes instalados en su correspondiente turno pueden recordar o proyectar, fastidiar y fastidiarse, mirar en la pantalla (si la hay) Crónica TV o TN, pero en definitiva estarán instalados en un segmento de tiempo detenido, respecto de su vida, con el único consuelo de ver acercarse en el tablero electrónico el número de su suerte. Cuando yo tenía 9 años murió mi abuelo Sebastián Iriarte. Recuerdo que miraba el reloj de madera con péndulo colgado en la pared de su casa e imaginaba la hora de su muerte, es decir el momento final y la posición de las agujas que lo registró para siempre. Entonces se me ocurrió que había en el cielo un gran reloj, el reloj de Dios, hoy diría el reloj de los relojes.
Esa central del tiempo no parece que exista. Lo que ocurre es que tanto el final de las cosas como el de las personas producen la ilusión de que hay un destino para cada cual, y que es precisamente el tiempo el que se encarga solapadamente e inexorablemente de que todo termine. Tampoco es seguro que "el tiempo todo lo soluciona" como exclama una sentencia popular. Como se sabe hay quienes quedan atrapados en el pasado, y en tal caso no es que vivan en dicho pasado, sino que habitan en la atemporalidad.
En la vereda opuesta se ve a los que están anclados en la anticipación del futuro, y en tal caso habitan en la ansiedad. Salvo los habitantes fijos y estables, en distintos momentos o aspectos, pueden oscilar de un grupo al otro. La cuestión está en no quedar atrapados en la telaraña del tiempo, en tanto y en cuanto la gran paradoja de los humanos es tener que vivir en el inasible presente. Pero en ese punto inestable recibimos el peso de las influencias, gracias a las cuales vivimos, pudiendo realizar nuestra máxima aspiración: ser coautores de nuestra existencia.
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