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 domingo, 23 de octubre de 2005  
Justicieros. Una respuesta ante los delincuentes que cada vez cuenta con más adhesión
Reacción ante el delito: ¿defensa o venganza?
El caso del empresario Humberto Visconti, quien mató a un ladrón en el parque Independencia, reavivó un viejo debate. Cómo entiende la gente que debe actuar ante la inseguridad y cuál es el valor de la vida ajena

Sufrieron un asalto. Tenían un arma al alcance de la mano. Y en una fracción de segundo traspasaron la difusa frontera entre la ley y el delito: se transformaron en "justicieros". La reacción de víctimas de un asalto que deciden perseguir y aniquilar a un ladrón en retirada, cuando el intruso ya no representa una amenaza para sus vidas, suele ganar rápidas adhesiones entre vecinos que advierten en ese contraataque una salida a la inseguridad. Lo perdido en el asalto, aducen, justifica la muerte. Para la psicóloga y docente Marisa Germain, esta idea arraiga en la sociedad porque para el Estado también hay vidas que no valen nada: "Cuando se observan las condiciones en que viven los tipos presos, cuando ocurren los motines, el mensaje es que para las políticas públicas los detenidos no existen, o no son seres humanos. Queda muy claro que la vida de ellos no vale".

La discusión se reaviva cada vez que un justiciero sale a escena. Ocurrió la semana pasada, cuando el conductor de un BMW siguió y mató a un hombre que al parecer le robó el reloj en Oroño y 27 de Febrero. El empresario Humberto Visconti circulaba por el parque Independencia la noche del jueves 13 de octubre cuando, según contó, mientras esperaba la luz verde en el semáforo de la esquina mencionada lo abordaron dos muchachos en una moto que le sacaron un costoso Rolex de su muñeca. El empresario giró en U para darles alcance y mató al acompañante, Esteban Eduardo Peralta, de un tiro por la espalda. Tras pasar cuatro días prófugo se presentó ante la Justicia y alegó que los asaltantes tiraron primero.

La referencia no es casual: para que se acredite la legítima defensa (que no es penada por la ley) primero debe demostrarse que el tirador apretó el gatillo en defensa de su vida o la de terceros. Pero los penalistas coinciden en que la autodefensa acaba cuando se empieza a perseguir al delincuente. Si la respuesta del asaltado no ocurre ante un riesgo inmediato, dicen, entonces se trata de una venganza.

Cuando Visconti aún no se había entregado a la Justicia y no estaba todavía preso por homicidio simple -la figura que le impuso la jueza de Instrucción Carina Lurati- la gente llamaba a la radio y aprobaba su reacción. Una reacción que, al menos por ahora, está siendo motivo de reproche judicial. El hombre afronta una acusación preliminar grave, por un delito que tiene 8 años como pena mínima de prisión.

Como éste, hubo numerosos casos en Rosario en los últimos diez años. La cara local de la justicia por mano propia es la de numerosos comerciantes o empleados que, sin dudar, intercambiaron roles y convirtieron en víctimas a sus victimarios. Los más de veinte episodios de la última década demuestran que la jugada puede tener distintos finales. En ocasiones los justicieros pusieron en riesgo a sus familiares o a terceros inocentes, como un quiosquero que al tirotearse con ladrones mató por error a un albañil (ver aparte). El costo para muchos fue alto: amenazas constantes, causas judiciales, el encierro o la necesidad de mudarse de un barrio que se les volvió hostil. Encasillados bajo el rótulo de justicieros, anexados a la lista que inauguró el ingeniero Horacio Santos el 16 de junio de 1990 (cuando persiguió con su auto y mató a dos ladrones que le habían robado el estéreo en la Capital Federal) a quienes responder con balas a un asalto se les atribuye la intención de hacer "justicia por mano propia". Cuando en realidad cancelan la posibilidad de que el aparato judicial se ocupe del caso. Y convierten sus propios nombres en carátulas de expedientes.


"Si es por mano propia, no es justicia"
"La idea del justiciero es un derivado del lenguaje porque no tiene que ver con justicia sino con venganza, es decir, lo opuesto. Si es por mano propia, no es justicia", reflexiona Germain, docente de la Escuela de Trabajo Social y de la Facultad de Psicología de la UNR.

-¿Hay alguna relación entre las reacciones de los justicieros y la falta de confianza en instituciones como la policía o la Justicia?

-La falta de justicia, en rigor, no es en estos casos. Si hay una ausencia de justicia en la Argentina tiene que ver con otra clase de delitos o con otros sectores sociales. Puede ser que el afrentado directamente en este tipo de episodios no encuentre satisfacción. Pero si hay sectores que están siendo criminalizados fuertemente son los que practican el delito menor. Es cierto que hay una profunda desconfianza en relación a los cuadros policiales, al sistema judicial en su conjunto y penal en particular. Pero para mí la idea del justiciero tiene más que ver con otros problemas, como la extensión y difusión del uso de las armas. En otras épocas, el que tenía armas las tenía en función de prácticas políticas. Ahora por fortuna no hay un encarrilamiento político de la violencia, pero esos montos de violencia son mucho mayores. La violencia, aunque el delincuente esté armado, la ejerce uno más fuerte contra uno más débil. Es un patrón del que más tiene contra el que menos tiene.

-¿Estos casos reflejan una tensión entre los bienes y la vida?

-Hay una contraposición porque los bienes aparecen como el único soporte posible de la vida. La práctica de los derechos humanos debieron inscribir mucho más socialmente el valor de la vida. Pero en la práctica, para extensos conjuntos de la población, no valen nada.

Es que los grados tan profundos de empobrecimiento de la población llegan a un límite tal en que la vida ya no es posible. Entonces no vale. El empobrecimiento abrupto y la ausencia completa de alternativas para salir de la pobreza corrompen el valor general. Hace que las propiedades aparezcan con un exceso de valor sobre la vida. Además, el Estado y la estructura judicial le dicen abiertamente a la sociedad: "Hay vidas que no valen nada". Es lo que pasa en los motines o cuando se observan las condiciones en que viven los tipos que están en cana. Efectivamente, no tienen derecho y la vida de ellos no vale un soto. Entonces uno se pregunta porqué la sociedad civil no actuaría sobre este registro si para las políticas de Estado ellos no existen o no son seres humanos.

-¿En qué medida estas reacciones expresan algún tipo de conflictividad social?

-Muchas veces es mayor la cercanía que la distancia entre los que se enfrentan. Si están tan distantes, la probabilidad de que se encuentren se reduce considerablemente. Las reyertas entre el chorito de la vuelta de la esquina y el señor que tiene la granjita tiene que ver con una conflictividad política más extensa: los partidos políticos han perdido la capacidad de vehiculizar ese tipo de conflictividades. El canal lógico para procesar esos conflictos ha perdido la capacidad de hacerlo.

-El discurso sobre la inseguridad que exige más represión y mano dura, ¿se ve representado en estas conductas?

-La necesidad de que la inseguridad sea difundida, vuelta presente todo el tiempo, comentada y exacerbada, tiene que ver con la necesidad de legitimación de las intervenciones represivas. Si un país se deteriora y las desigualdades crecen, es imprescindible tener legitimación para las intervenciones represivas de los sectores que quedaron afuera de la sociedad de producción. El discurso de la mano dura tiene un supuesto: "Aquellos de los que se habla, no son miembros de la misma especie humana que yo". Esto ya ha pasado de otros modos en la Argentina. No tenemos una cultura gran tolerancia, de considerar a los diferentes como parte de lo mismo. Pero me da la impresión de que esto está exacerbado, que las asimetrías económicas provocan que el otro no aparezca reconocible como humano.
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