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miércoles,
12 de
octubre de
2005 |
Reflexiones
Cien años de luz
Desde la infancia tocaba el violín, y de grande paseaba una melena rebelde e inconfundible. Habló recién a los tres años y su comportamiento llevó a su madre a predecir que ese niño, nacido en Ulm y emigrado con su familia a Suiza, iba a darle demasiado trabajo a la familia. Dicen que no aprobó su examen de ingreso al Politécnico y que fue un empleado de la burocracia suiza. Tuvo pasión por la física y sus misterios, y se dio tiempo para el amor de las mujeres. Su condición de judío lo llevó a exiliarse en otras geografías y su pacifismo se debatió en una era signada, como muchas otras, por la barbarie. Era menudo y su sentido del humor nos regaló una imagen de sí mismo sacándole la lengua a la posteridad y a los contemporáneos que habían equivocado sus predicciones. Sus últimas palabras fueron en alemán, idioma que la enfermera que lo cuidaba en un hospital de Princeton no supo entender.
Se llamó Albert Einstein y con sus escritos, garabateados en los momentos libres de su trabajo en la Oficina de Patentes de Berna, dio vuelta para siempre la concepción humana del mundo y sus alrededores. Todo empezaba con él a ser relativo en esa primavera de 1905, cien años atrás, cuando muchos renegaban aún de la existencia de esos extraños corpúsculos, los átomos, y muchos otros discutían acerca de lo que la luz era y podía llegar a ser.
Desde que Isaac Newton, peleándose con Leibniz, había publicado su enorme Principia Matemática para explicar cómo funcionan las atracciones entre los cuerpos, nadie había llegado a especulaciones tan definitivas como lo hizo Einstein.
En esos cuatro primeros trabajos publicados hace 100 años explicó que, salvo la velocidad de la luz que se mantiene constante siempre, todo, desde el tamaño de los objetos hasta el tiempo, pasa a ser relativo. Y relaciona, de manera brillante, la materia y la energía en la fórmula que, colmo de frivolidades, campea ahora en más de una remera o logo de empresas: E= m.c2.
Tanto si tenemos o no conocimientos de física, la revolucionaria teoría nos cambió la vida. Por ella tenemos puertas que se abren y cierran automáticamente, computadoras y el manejo de la energía nuclear, robots y centenares de artilugios que la medicina aprovecha para mejorar la salud o predecir enfermedades.
Fue la amenaza de una futura bomba atómica lo que llevó a Einstein a escribir al presidente de los Estados Unidos para alertarlo sobre lo que sería un monstruoso peligro para la humanidad y que se haría realidad en Hiroshima y Nagasaki.
No solamente son cien años de tener la teoría especial de la relatividad que sería ampliada en 1915, sino que también se cumplen este año los 50 de la muerte del científico y 80 de su visita al país que incluyó un paso fugaz por Rosario. Aniversario múltiple de un acontecimiento que todavía da que hablar y que aún hoy genera investigaciones, discusiones y búsquedas.
Su vida fue la de un hombre común, sacudida por los vientos de la época, apasionada y de estatura humana. Su obra fue casi divina, de ese Dios que él suponía que "no jugaba a los dados".
Después de su muerte y antes de que sus restos fueran cremados según sus deseos para que su tumba no se convirtiera en lugar de peregrinación, su cerebro fue guardado por un médico ansioso, como muchos, de conocer las razones de tanta genialidad. Varios años e investigaciones después se sabe que Eisntein sí tenía en su encéfalo diferencias con el resto de los mortales.
Tal vez eso alcance para consolarnos en nuestro destino simple, tal vez sea parte de la respuesta científica. Pero no alcanza a explicar, en su totalidad, la grandeza del maravilloso científico que iluminó espléndidamente todo el siglo veinte y los venideros descubriendo con mirada especial lo que otros no habían podido ver.
(*) Ingeniera química
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