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lunes,
20 de
junio de
2005 |
Un rectángulo de color puede resumir la idiosincracia de un pueblo
El arte de crear símbolos
Rubén Echagüe
Hace cinco años —en junio de 2000— curé una muestra de dos artistas plásticos rosarinos, Eladia Acevedo y Fernando Traverso, en la Alianza Francesa de Buenos Aires. En esa oportunidad, Fernando “embanderó” un sector de la sala con veintinueve estandartes en los que se reproducían sus ya clásicas bicicletas bajo el eslogan —contradictorio si los hay— de “...puede no haber banderas”.
No deja de ser curioso y desconcertante que un artista comprometido como él (las bicicletas que estampó en las calles corresponden a otros tantos desaparecidos) haya declarado “...puede no haber banderas”. Y más desde esa encrucijada en que el arte deja de ser un pasatiempo refinado para salir a la calle a denunciar las atrocidades de una dictadura.
Sobre todo porque una bandera, a todas luces, “es” un hecho plástico. Lo es desde el acto mismo de seleccionar colores, formas y figuras para disponerlos sobre un plano bidimensional con un propósito alegórico más o menos explícito, hasta el gesto de enarbolar el producto simbólico obtenido para convertirlo en motor de exaltación anímica y de autoafirmación y euforia colectivas.
Y es preciso reconocer que muchas de las banderas del mundo no sólo resultan atractivas y misteriosas, sino que —gracias a quién sabe qué recónditos mecanismos de nuestra imaginación— es como si resumieran la idiosincrasia del pueblo al que pertenecen. La de Japón, por ejemplo, con su implacable círculo rojo no sé por qué me recuerda el delirante narcisismo de Yukio Mishima. La de Suiza siempre me pareció formar parte de una instalación de ese sobreviviente de la II Guerra Mundial que fue Joseph Beuys. Y la de Israel, a mi modo de ver, no puede dejar de impregnarse del hechizo que irradia en “Las mil y una noches” el prodigioso mandala del sello de Salomón.
En cuanto a la de Argentina, con su enfática horizontalidad y su saturación de bóveda celeste, es como una metáfora del ánimo taciturno que inspiran nuestras pampas, si es que el opulento sol, bordado con hilos de oro, no es índice —como se ha dicho— de nuestra tan mentada megalomanía.
Jasper Johns, un conspicuos representante del pop art, reproduce la bandera yanqui, no por patriotismo sino como el objeto más vulgar y trillado que pudiese tener a mano. En tanto que Pedro Blanqué —en un óleo que guarda el Museo Julio Marc— recrea arqueológicamente el momento en que Belgrano presenta la bandera “al pueblo y a la tropa”.
Hay banderas simétricas como la de Panamá, tautológicas como la de Chipre —que transcribe puntualmente el perfil de la isla— y hasta formalmente subversivas como la de Nepal, que reemplaza el típico formato rectangular por una silueta de banderola. Las hay negras, como las que evocan el sanguinario y romántico mundo de la piratería, rojas como las que encendieron la ferocidad de nuestros represores, y blancas como las que, ante la pavorosa vecindad de la muerte, se izan en el campo de batalla para denotar que junto con las armas se deponen también las figuraciones emblemáticas y así contar con una tabula rasa donde comenzar a escribir nuevamente la historia.
En su célebre y ampulosa “Marcha triunfal”, Rubén Darío exclama: “¡Honor al que trae cautiva la extraña bandera!”, a lo que el Dhammapada budista replica con modestia: “La victoria crea el odio, pues el sometido es desgraciado”.
Por eso, cuando desde de la plástica Traverso lanza la insólita e iconoclasta proclama de que “... puede no haber banderas”, quizá lo que nos esté diciendo es que debería haber banderas sin banderías, discrepancias sin fundamentalismos y nacionalidades sin devaneos criminalmente expansionistas.
En estos tiempos de récords espectaculares, Rosario se enorgullece de tener la bandera más larga del mundo. Pero cuando la amorosa adición de retazos haya concluido
—cuando haya llegado al infinito—, quizá esta bandera se esfume mágicamente dando lugar a un cielo límpido y a un sol que, sin estar tejido con hilos de oro, cumpla con la premisa de salir indistinta e igualitariamente para todos.
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