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 lunes, 20 de junio de 2005  
El himno de Charly es una bisagra en el vínculo de los símbolos patrios con la música popular
La canción que flamea en el mástil

Pedro Squillaci / La Capital

“Salve, Argentina, bandera azul y blanca, jirón del cielo en donde impera el sol”, o bien, “yo quiero a mi bandera, planchadita, planchadita, planchadita”. La primera frase corresponde a “Saludo a la bandera”, la segunda a “Que me pisen”, de Sumo, en la voz de Luca Prodan, ícono rockero. Las interpretaciones eran distintas, la bandera la misma.

  La actitud de Charly de grabar el Himno Nacional argentino en aquel disco “Filosofía barata y zapatos de goma” marcó una bisagra en el vínculo de los símbolos patrios con la música popular. Hasta aquí, más allá de variadas referencias del folclore y de la música litoraleña, lo que más había quedado en el inconsciente colectivo era aquel “argentino hasta la muerte”, cantado a viva voz por un Roberto Rimoldi Fraga que no dudó en interpretar el tema usando como poncho la bandera nacional. El grito del público en el final de la canción era inevitable, pese a que se respiraba un chauvinismo a ultranza.

  García se puso la camiseta de la selección argentina y salió a tocar. Lo suyo fue provocador, fiel a su estilo, pero su gesto superó lo que pudo haber sido un grito esporádico de rebeldía. Cuando decía “libertad”, a los pibes de 18 años se les sacudía el pecho. Sentían que hablaban de “su” libertad y no de la que vivió Vicente López y Planes ni los patriotas de la Revolución de Mayo. “Libertad, en boca de un rockero, alude a una aventura personal más que a una aventura social o política”, dijo Alejandro Rozitchner en su libro “Escuchá qué tema. La filosofía del rock nacional”.

  Buenos Aires hizo en el 98 una movida estratégica, cuando por ese entonces Fernando de la Rúa era jefe de Gobierno de esa ciudad. Editó “El grito sagrado”, un disco con himnos y canciones escolares para distribuir en los colegios de todo el país en forma gratuita, pero cantado por Pedro Aznar, Sandra Mihanovich y Alejandro Lerner, entre otras figuras. Allí, “Mi bandera” sonaba en la voz enérgica y entonada de Juan Carlos Baglietto y “Saludo a la bandera” era interpretada por Fabiana Cantilo.

  El efecto fue inmediato. Los discos se agotaron enseguida. Se hizo un segundo lanzamiento, pero mucha gente quedó defraudada porque no pudo conseguirlo en ninguna disquería ya que no estaban a la venta. ¿Qué querían escuchar, a sus ídolos o la versión aggiornada de las canciones que en algún momento llegaron a detestar?

  “A la bandera hay que llevarla siempre en el corazón”, dijeron desde siempre madres, abuelos y, sobre todo, las maestras de guardapolvos impecables. El escenario era el patio frío en pleno agosto y el chico presenciaba junto a sus compañeritos cómo otro se congelaba frente al mástil mientras la celeste y blanca comenzaba a flamear. Todos miraban al cielo.

  Después, ese chico creció y cantó como si nada “yo quiero a mi bandera, planchadita, planchadita, planchadita”, de Sumo. La bandera era la misma, pero el pibe no. Ese alumno también escuchaba el Himno Nacional en un disco rayado, y hasta sabía en qué parte saltaba la púa. Pero cuando le tocó ser padre, su hijo cantaba el “Aurora” de Víctor Heredia y el Himno por Jairo y con arreglos de Lito Vitale.

  De la democracia en adelante fueron varias las formas de incorporar la bandera, como emblema del sentimiento patrio, por intermedio de la música popular. Y hoy el abanico es tan grande que hasta rozó lo fálico cuando el Pelado Cordero, de Bersuit, se puso un mástil sobre sus genitales al promocionar “La argentinidad al palo”.

  ¿Dónde va la bandera entonces?, ¿en aquél acto escolar, en un piano, en un gesto obsceno, flameando al viento o planchadita? A lo mejor la maestra del guardapolvos almidonado no estaba tan equivocada.


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