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lunes,
20 de
junio de
2005 |
Los actos del 20 de junio son un fiel termómetro del estado de ánimo de los rosarinos
Una bandera y una ciudad que contenga a todos
Adrián Gerber / La Capital
Cuando en 1812 Manuel Belgrano enarboló en las barrancas del Paraná por primera vez la bandera celeste y blanca, Rosario era un poblado con apenas 500 habitantes, sin un futuro cierto y estaba permanentemente amenazado por los malones. Hoy, a 193 años de ese hecho histórico, la ciudad se acerca al millón de personas, se muestra con grandes expectativas y se la ve activa por resolver problemas estructurales como la pobreza y pujante para lograr obras de infraestructura.
El día 13 de febrero Belgrano solicita al Gobierno Superior de las Provincias del Río de la Plata que le asigne una escarapela que los distinga de los realistas, lo que fue aceptado. Trece días más tarde le vuelve a escribir desde Rosario sobre la necesidad de contar con una enseña diferente a la de España, y sin esperar respuesta, el 27 de febrero reúne a los vecinos y a la tropa para enarbolar por primera vez la bandera en las barrancas del Paraná “que mandé hacer azul celeste y blanca”.
Belgrano no era un diseñador gráfico o un artista plástico que estudió la teoría del color y sus combinaciones, sino un hombre profundamente político que buscaba una bandera que nos identificara como Nación. La creación de esa enseña no fue un acto castrense, sino esencialmente cívico. Belgrano estaba especialmente preocupado porque ese país que recién florecía fuera serio y desarrollado, tuviera una economía diversificada y educación para todos.
No creó un símbolo alejado de la realidad, quería que su tropa abrazara una bandera que contenga un concepto de igualdad y que se identificara con los ideales de independencia política y económica. La celeste y blanca de Belgrano no expresaba exclusión o intolerancia, sino solidaridad y libertad.
Por eso, si uno repasa a vuelo de pájaro la historia argentina, sus peores momentos están asociados a cuando esa bandera fue vaciada de contenido o cuando un solo sector se la apropió para hacer aparecer sus intereses particulares como los del conjunto de la sociedad; incluso, cuando ese símbolo fue una excusa para cometer delitos de lesa humanidad.
La idea de pertenencia a un país no puede hacer distinciones sociales, raciales, religiosas, étnicas, políticas, culturales ni económicas. Ni tampoco nacionales. Porque como dijo alguna vez el historiador José Ignacio García Hamilton, “quizás sea bueno reflexionar sobre el concepto de patria relacionada con los valores. La patria es el lugar donde hay tolerancia, pluralismo, paz. No es patriota el que se calza la bandera, sino el que trabaja y es tolerante con los demás. El italiano que no sabía cantar el Himno pero que se deslomaba trabajando en Rosario fue, creo, el verdadero hacedor de esta patria”.
En 1938 el gobierno nacional a través de la ley 12.361 declara Día de la Bandera al 20 de junio, aniversario de la muerte de Belgrano (que sucedió en 1820); y ese mismo día, pero de 1957, se inaugura en Rosario el Monumento Nacional a la Bandera. Desde la década del 20 se venía festejando este día en la ciudad, pero el acto tal como se realiza en la actualidad, a orillas del Paraná, con autoridades, desfile de tropas y repercusión nacional, se instala definitivamente con la obra del arquitecto Angel Guido.
Esas sucesivas ceremonias han sido el fiel termómetro del estado de ánimo del país, y en particular de los rosarinos. El de 1957 lo encabezó el presidente de facto general Pedro Eugenio Aramburu, y en sintonía con esa dictadura estuvo imbuido de un aire puramente castrense pero que contó con una gran asistencia de público, entusiasmado por la inauguración del Monumento.
Los actos por el 20 de Junio tuvieron sus altibajos. En algunos momentos brillaron y en otros quedaron opacados por ceremonias presididas por la formalidad y la rutina. Y hasta llegaron a provocar rechazo en la población durante los años en que el país sufrió gobiernos de facto. Basta recordar los siniestros Día de la Bandera encabezados por el dictador Jorge Rafael Videla, los que transcurrieron en medio de discursos patrioteros y desfiles de tropas y tanques que, más que un espectáculo de color para la familia, parecían una ostentación amenazante del poderío militar.
En la década del 90, con las visitas del entonces presidente Carlos Menem a la ciudad, perdieron su esencia de festejo patrio y se transformaron en actos políticos con pancartas y cánticos partidarios.
Por eso, no resultó casual que durante toda esa época los rosarinos poco a poco le fueran dando la espalda al acto del Día de la Bandera. Sin embargo, la crisis de 2001 actuó como una bisagra y la festividad comenzó a recuperar popularidad con la excusa del desfile de la llamada “bandera más larga del mundo”, que se viene cosiendo desde hace años, y de la paulatina desmilitarización del acto y la tendencia a transformarlo en una jornada con actividades culturales.
Pero también la gran participación popular durante los últimos 20 de Junio tiene que ver con el estado de ánimo renovado de los rosarinos. Durante los 90 la ciudad vivió hechos que la estigmatizaron y la señalaron como conflictiva. Eran tiempos donde el discurso oficial hablaba de que habíamos entrado al Primer Mundo, mientras Rosario trascendía a nivel nacional e internacional por los saqueos a supermercados, desocupación récord, asar gatos a la parrilla y carnear vacas en la vía pública. La moral y el orgullo de los rosarinos estaba por el piso.
En cambio, los festejos más recientes encontraron a la ciudad en otra situación. La paulatina recuperación económica del país —y en especial de esta región—, la baja del desempleo, la transformación urbana con obras públicas y privadas, y el protagonismo cultural que está teniendo Rosario (III Congreso Internacional de la Lengua, futura sede del Instituto Cervantes y candidata a Capital Mundial del Libro) devolvieron el amor propio a sus habitantes. Pero quizá el más determinante de las cambios es el hecho de que vuelve a haber expectativa y confianza en el futuro.
Desde ya que es importante que los presidentes de la Nación asistan al acto central del Día de la Bandera y no se ausenten —como lo hacen periódicamente— con la excusa de “razones climáticas”, “aeropuertos inoperables” o “cambios de agenda de último momento”. Pero el principal protagonista del festejo tiene que ser la gente, que, lejos de conformarse con mirar, quiere participar.
La Argentina, y Rosario como Cuna de la Bandera, no necesitan de chauvinismos y patrioterismos que generan xenofobia y rechazo al diferente. Bienvenido el fervor a la bandera y a los símbolos patrios, pero más se precisa el fervor por los ideales colectivos, que son sobre los cuales se construye una sociedad. Como el ideal de conseguir un país y una ciudad donde no haya excluidos.
Tal como lo propuso Belgrano hace 193 años, los argentinos debemos enarbolar hoy una bandera que nos contenga a todos.
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