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domingo,
29 de
mayo de
2005 |
Opinión: El porvenir del universo en un vaso de agua
Hernán Lascano / La Capital
Tanta riqueza de atributos en la vida de una persona a veces puede acabar por no servirles a la realidad ni a la ficción. Los contratiempos, el esplendor, las pasiones, el mundo que frecuentó, la decrepitud, el brutal final. Induce a la desconfianza y sin embargo fue así. De punta a punta, todo fue desmedido en la vida de Marisa.
Marisa, porque así quería que la llamaran y porque así lo había elegido. No le gustaba que le dijeran transexual dado que, según contaba, nunca había cambiado de género. La operación que le hicieron en Nueva York fue para demostrarse que por debajo de una convexidad sin importancia existía, así lo aseguraba, la verdadera conformación genital de la persona que sentía ser. No cambió de sexo, apenas removió un rasgo corporal insignificante que la condenaba a la ambigüedad.
Sus dominios estuvieron en la zona de Pascual Rosas entre Pellegrini y Cochabamba, donde nació y donde su padre había tenido una imprenta. Allí, como clarividente y curalotodo, Marisa empezó a edificar su emporio de clientes y dinero. Aseguraba ser la depositaria de los poderes de Mafalda, una adivinadora legendaria, propaganda que le permitió negociar sus consejos al menudeo y al por mayor. En su antiguo barrio recuerdan que los vecinos solían hacer cola frente a su casa y que su reputación abrió una romería en su cuadra, a la que llegaban colectivos con gente deseosa de consultar por su salud, sanar del mal de amores o comprar el futuro.
No hay curandero famoso que la policía no conozca y viceversa. Frecuentar los calabozos y entablar algunas relaciones comerciales fue el tributo que Marisa pagó para poder ejercer su hechicería. Sólo con oír su nombre, unos cuantos oficiales veteranos, divertidos, ayer soltaban con gusto la lengua.
Contaron que era una rubia grandota, linda y mal hablada. De voz y manos gruesas pero impecablemente femenina. Que cuando ya se había hecho un nombre adquirió alguna propiedad en su barrio que terminó malvendiendo o perdiendo. Decían que había adoptado a una hija a quien adoraba y para la cual afirmaba vivir. "La verdad -comentó seriamente un comisario- es que siempre le quisieron sacar plata".
En los últimos tiempos se la veía gorda, solitaria y emotivamente desequilibrada. El consumo de pastillas y llorar por los conflictos con sus seres más queridos se habían hecho costumbres tan regulares como su hábito de leer el porvenir en un vaso de agua. Hace unos diez días Marisa le contó a una mujer que su última inversión, arriesgar dinero para un emprendimiento gastronómico, había resultado un fiasco. Qué gracia. El don de adivinar el futuro, que todos quieren y pocos consiguen, le sirvió de poco. "Puse plata y me cagaron", le confesó a su amiga.
Conoció amores, plata, clientela, belleza. Y la baldada amargura que implica perder lo que se tuvo y lo que aún se quiere. Hasta el lugar donde vivía parece remanido para un policial de ficción. Nació en Rosario y también aquí, en la casona aquella de avenida Pellegrini, la encontraron tendida y entreverada a puntazos. Muchos buenos escritores no se hubieran atrevido a tanto.
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