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domingo,
29 de
mayo de
2005 |
Editorial
Un país en busca de sí mismo
No resulta sencillo explicar por qué una Nación que disfruta de tantos beneficios como la Argentina no ha podido encontrar aún la fórmula del éxito. Otros casos, como el de España y el de Irlanda, pueden ser útiles para desentrañar el enigma. Pero nada se conseguirá si el narcisismo continúa prevaleciendo sobre la autocrítica.
La Argentina sigue siendo un misterio o, por lo menos, uno de los ejemplos más precisos que se podrían dar si se intenta ilustrar la idea de paradoja. Es que son muchos quienes no logran explicar cómo una nación tan rica en potencialidades aún no ha sido capaz de encontrar la receta para que la mayoría de sus habitantes pueda disfrutar de un nivel de vida digno.
A escala mundial, sin embargo, existen casos que pueden ser útiles a la hora de procurar una respuesta. Entre los Estados europeos —ese espejo en el cual se mira ineludiblemente la casi totalidad de los argentinos— hay dos cuyo reciente y notorio despegue no puede ocultar una historia signada por fracasos.
España, en efecto, desperdició desde el siglo quince en adelante infinidad de oportunidades para convertirse en potencia planetaria y sólo después de una guerra civil atroz que desembocó en una prolongada dictadura fue capaz de dar, como sociedad, con el rumbo correcto. La recuperación de la democracia y la firma de ese documento excepcional que fue el Pacto de la Moncloa deben ser vistos como los mojones que iniciaron un camino cuyo recorrido posterior la muestra hoy ante los ojos del globo como un país evolucionado y próspero, lejano de aquella España aislada y cerril que le dio durante tanto tiempo la espalda a Europa y, por ende, al progreso.
Otro caso es el de Irlanda, único país anglohablante que ha adoptado como moneda el euro y que fue protagonista en las últimas tres décadas de lo que muchos denominan un “milagro”. La pequeña nación tuvo que dejar atrás una visión conservadora, cerrada y marcada a fuego por los prejuicios para transformarse en un ámbito del cual ya no parten, como en el pasado, de a miles los emigrantes: por el contrario, el crecimiento poblacional indica con nitidez que los irlandeses ya no creen que el paraíso se encuentre más allá del océano Atlántico y que el bienestar puede obtenerse en su propia patria.
El notable historiador nacional Tulio Halperín Donghi aseguró en un reciente reportaje que “la sociedad argentina es escéptica en todo, salvo sobre ella misma: es siempre la víctima inocente de calamidades en las que nunca tuvo nada que ver. Y quien se atreve a dudar de ese dogma es siempre mal recibido”. La definición es brillante si se trata de reflejar muchos de los defectos que deben erradicarse para refundar la Nación. Es que por más que existan poderosos factores externos para explicar la crisis que aún nos agobia, no pueden caber dudas de que los principales responsables son los propios argentinos.
Habiendo recuperado ese bien fundamental que es la democracia, la esperanza se dibuja sin embargo en el horizonte con rasgos definidos. Pero nada se conseguirá sin disminuir la dosis de narcisismo y aumentar la de autocrítica. Después, claro, resultará necesario recuperar la calidad perdida de las dirigencias políticas —sólo se lo podrá lograr votando y participando—, volver a privilegiar la educación y reconstruir la cultura del trabajo. Todos ellos son pasos largos y dificultosos, aunque no imposibles para un pueblo cuyos valores han sido probados pese a que demasiadas veces se haya dejado ganar por ese peligroso enemigo que es la impaciencia.
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