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 domingo, 10 de abril de 2005  
Debates pendientes. De los tiempos del elogio a los tiempos de la historia
Juan Pablo II: el Papa conservador
Un sociólogo experto en catolicismo, dos sacerdotes rosarinos y un cura casado analizan la figura de Wojtyla

Silvina Dezorzi / La Capital

"Por estos días se dicen cosas absurdas: que el Papa fue progre y conservador, tradicional y moderno, abierto y cerrado. Pero eso es imposible. O fue una cosa u otra. ¿Qué fue? Por supuesto, un integrista total que unió lo religioso, lo político, lo cultural, lo social, lo sexual, con el planteo de que sólo la Iglesia Católica tenía solución para todo". La frase pertenece a Fortunato Malimacci, un sociólogo experto en catolicismo e investigador del Conicet y la Universidad de Buenos Aires, convencido de que el fuerte proceso de centralización y verticalismo que signó el pontificado de Juan Pablo II tendió a fijar como "dogmas" lo que en realidad eran temas en legítimo debate incluso para la propia Iglesia. "Todavía es tiempo del elogio, ya va a llegar el tiempo de la historia", contemporiza el sacerdote rosarino Rogelio Barufaldi, un lúcido analista aun bajo la mirada de la fe. "Este fue un Papa durísimo contra todo lo que fuera modernidad, pero también fue un hombre de diálogo", dice.

Varios de los reproches más amargos contra la figura de Karol Wojtyla surgen desde las propias filas de la Iglesia: dicen que congeló las grandes aperturas lograda en los años 60 y 70, básicamente en el Concilio Vaticano II (1962-1965) y las conferencias latinoamericanas de Medellín (1968) y Puebla (1979).

Esas aperturas tocaban dos frentes muy amplios. Uno de política pastoral, donde se planteaba la opción incondicional por los pobres del mundo y una actitud de denuncia frontal con acciones decisivas contra la injusticia. Otro ideológico, con la expectativa de que la Iglesia asumiera más plenamente la modernidad con sus impostergables debates sobre la sexualidad, los derechos humanos, la ciencia y la libertad como condición para el ejercicio del pensamiento crítico.

"Uno de los teólogos indiscutidos del Concilio, Karl Rahner, decía que tal era el comienzo del comienzo, pero Juan Pablo II eliminó esa idea: hizo del Vaticano II una normativa que sólo correspondía aplicar o disciplinar, siempre según la interpretación oficial, y así silenció todo el debate pendiente. Con ese congelamiento empezó el retroceso", recuerda el cura casado, coordinador del Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos en Rosario, Oscar Lupori.

Para Lupori, que sigue reivindicándose sacerdote católico aunque rechaza la estructura clerical, "la Iglesia está para Dios pero también está para el mundo, inmersa en la realidad, dispuesta a dialogar sobre los grandes temas que plantea nuestro mundo contemporáneo".

Esos debates -por ejemplo, "sobre el sistema económico y social, pero trabajado a fondo, o la revolución sexual, que ya se instaló en nuestro mundo y que entre los católicos carga tantas conciencias"- fueron acallados por Juan Pablo II. Paradójicamente, Lupori lo define como "un buen hombre y un buen cristiano", que no supo usar "las armas intelectuales que debía". También señala que el Papa "decretó como su gran enemigo al comunismo, pero al ver los efectos del capitalismo salvaje sólo lo quiso moralizar".

"Este Papa viajó por el mundo, supo bajar las barreras de formalismo típicas de las cortes y acercarse a la gente, pero al momento definitorio de los grandes debates sólo reafirmó dogmas ya fijados, aplicó disciplina y dejó en firme los criterios morales antiguos", sostiene Lupori.


Miradas inteligentes
Aunque no estén dispuestos a reconocerlo, entre intelectuales católicos y no católicos, defensores y críticos del último Papa, hay más de una coincidencia.

"Desde acá no se lo vio muy entusiasmado con el impulso inicial fuertísimo del Vaticano II", admite el padre Barufaldi, también profesor y párroco de San José Obrero, para quien muchos de los cambios que quedaron en las gateras, como el celibato sacerdotal opcional o un mayor protagonismo de la mujer, "seguramente" serán retomados. "Nadie está obligado a comprender todo, creo que este Papa fue muy duro contra todo lo que se llama modernidad, de una estirpe y catolicismo durísimos, acostumbrado a la lucha, pero también fue un hombre del diálogo", dice.

Otro colega de Barufaldi, Fernando Varea, párroco de Lourdes, doctor en derecho canónico y licenciado en asuntos consulares por la Universidad estatal, afirma compartir con muchos miembros de la Iglesia, laicos y religiosos, una esperanza de cambio, con "posibilidades de revisión", porque "hoy día hay que tener más amplitud". Por ejemplo, dice, "el celibato opcional para los sacerdotes es una situación que la Iglesia podría cambiar". Aun así, no cree que sea fácil. "No se trata sólo de principios, sino de realidades", por lo que confía más en "cambios graduales" que en pasos de gigante.


"Circumdata varietate"
El problema es que todas estas cosas no son asuntos exclusivos de los católicos. Pese al irrefrenable proceso de secularización, que separó aguas, la mano de la Iglesia aún se extiende sobre territorios que no tienen por qué ser de su incumbencia, pero de hecho lo son.

Los debates sobre salud y enfermedad, vida y muerte, eutanasia, anticoncepción, aborto, los avances de la genética y la biotecnología, los derechos de las minorías sexuales, la relación entre sexo y género, sólo por citar algunos temas, se topan una y otra vez con posiciones dogmáticas de la Iglesia con efectos concretos sobre creyentes y no creyentes.

Esto se ve no sólo en las encíclicas y documentos papales, sino en las posturas que las Iglesias nacionales (algunas más que otras) adoptan en consonancia u obediencia con Roma. El problema no es qué deben hacer los católicos según la Iglesia, sino qué les deja hacer la Iglesia a los que no lo son.

Pero esa vocación extensiva que suele caracterizar al Papado se acentuó con Juan Pablo II. Malimacci lo explica. "Fue un Papa integrista total". ¿Qué significa eso? "El planteo de que sólo la Iglesia Católica provee todas las respuestas: sociales, políticas, religiosas, sexuales, culturales; para varón, para mujer, para niño, para adolescente, para anciano; creer que no existen soluciones en otro lado, estar en contra de las opciones privadas y negar las autonomías". Para eso, dice, hacen falta dos cosas: "ejercer un estricto y vertical control de la doctrina" y tener a la vez un profundo anclaje social. Dos rasgos nítidos en Wojtyla.

Claro que ese integrismo no quedó mudo frente a muchos avances hechos por la Iglesia de Juan XXIII y Paulo VI. "El gran error de Juan Pablo II fue cerrar la pluralidad, y el ejemplo más típico fue América latina", opina el sociólogo.

"Como el Papa daba una batalla personal contra el comunismo, cambió lo que en los 60 y 70 se conoció como enseñanza social de la Iglesia por doctrina social de la Iglesia", un giro semántico que Malimacci no ve menor. "Sustituyó el concepto clave del Vaticano II, que era esa enseñanza (y como toda enseñanza, abierta y sujeta a debate), por el de dogma", afirma Malimacci. Así, "lo sagrado pasó a ser el dogma".

De esa forma, por un corrimiento ideológico, muchos de los genuinos debates que se dio la sociedad y en los que supo participar la Iglesia quedaron en suspenso.

"En su lugar aparecieron respuestas dadas, doctrinas que cerraban, y los grandes temas fueron contestados por el Papa desde su propia concepción, después seguida por el resto. Ese grupo decidió que era dogma y así congeló temas de pleno debate, sin siquiera responder a la larga, rica y compleja tradición cristiana", dice Malimacci.

Pero el sociólogo es optimista: "Si ese debate estaba en los 60 y se adormeció en los 70, se puede reabrir pasado el 2000; es cierto que cambiaron las condiciones políticas del mundo: pero también por eso debería ser más fácil ahora que antes".
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Juan Pablo II saluda a indígenas en una visita a Nueva Guinea.

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