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 sábado, 02 de octubre de 2004

Reflexiones
Urge salir de la indiferencia

Héctor Gustavo Dimónaco (*)

Con tremendo estupor y dolor recibo de los medios de comunicación la desgarrante noticia de la muerte de tres jóvenes y cinco heridos más en una escuela. Esas muertes encuentran su causa en la acción homicida de un tímido adolescente, que en los intrincados laberintos de su mente creyó en la violencia como alternativa.

El agresor, de nombre Rafael, alias "Junior" de 15 años, fue detenido y trasladado al Juzgado de Menores de Bahía Blanca y, según las primeras noticias, no pronunció palabra al ingresar al aula y descargar trece balas de una pistola nueve milímetros, perteneciente probablemente a su padre, suboficial de la Prefectura Naval.

Me pregunto si sabremos alguna vez las reales motivaciones que llevaron a "Junior" a tomar camino tan desgraciado. Algo queda claro, en medio de tanta oscuridad: su terrible soledad, que lo movilizó desde la intención de matar a la acción concreta de quitarles la vida a sus compañeros de escuela. Me pregunto si ante tanto dolor seremos capaces, desde el seno de cada familia y de cada comunidad educativa, de armar una estructura adecuada para resistir claramente a este tipo de situaciones desgarrantes, o si será este sólo un hecho más, que concluirá con la sepultura de los jóvenes muertos y la prisión de "Junior", para continuar con las mismas prácticas del individualismo, el aislamiento, respondiendo de ese modo al paradigma de: "Hacé la tuya".

Saber leer la realidad, dejarse interpelar por ella, es la primera acción que debe hacer cada padre y cada madre, primeros educadores, y cada equipo educativo. No atender a los signos de los tiempos, no mirar con detenimiento el "qué ocurre" es tan grave en quien educa como aquel médico que se mantiene indiferente ante el síntoma del paciente.

Debemos auscultar la realidad y no quedarnos pasivos ante ella. Si advertimos en ella una práctica extraña, un comportamiento inadecuado, no podemos quedarnos de brazos cruzados, no podemos quedarnos tranquilos, esperando que el "tiempo" haga las cosas. Cada padre, cada educador, ante un síntoma preocupante, debe actuar, debe hacer, debe "desacomodarse".

"Desacomodarse" es no quedarse como espectador inmóvil. Es no quedarse pasivo ante un "supuesto" orden. Para ello, en primer lugar, es necesario renunciar a la omnipotencia de creer que se tienen todas las soluciones o al triste fatalismo de considerar que no se puede hacer nada.

Aceptar el límite y tener la capacidad de pedir ayuda es el mejor modo de empezar a operar cambios en la realidad conflictiva, en la situación que "desinstala" porque muestra la ruptura de algo o con algo.

Convivir con este límite, mientras se hace algo para superarlo, nos lleva a ser tolerantes, porque no damos la espalda a la situación que en el hijo o el educando nos cuestiona, porque no rechazamos las actitudes de aquel que rompe la armonía. Ser tolerante es algo muy distinto a ser indiferente, ser tolerante es aceptar la diferencia y tener la honestidad de hacer algo para encontrar el punto de encuentro desde el que se pueda "construir" una realidad común, en la que coexistan y se entiendan las desigualdades.

Padres y docentes, además de movilizarse, comprender y tolerar el síntoma que marca el ingreso a la zona de conflicto, deben desplegar al máximo su capacidad de suscitar el encuentro, es necesario -diría urgente- que empecemos a comprender que así como la fe mueve montañas, el amor todo lo transforma. Debemos empezar a no tener vergüenza de hablar del amor como fuerza transformadora y contenedora del educando en crisis.

San Francisco de Sales afirmaba: "Una gota de miel atrae más moscas que un barril de vinagre". Debemos redescubrir la fuerza del diálogo, el "estar" con el otro, aunque sea en silencio. El poder decirle al que está en crisis, aquí estoy, no estás solo, es el primer paso para sacarlo del aislamiento y dar lugar a terapias más complejas.

Creo que este desgarrante hecho habla de una crisis profunda en el ejercicio de la misión que nos corresponde a padres y educadores, y no estoy hablando de buscar el "chivo expiatorio" que nos deje tranquilos hasta el próximo asesinato, estoy queriendo expresar la necesidad de volver a redescubrir la maravilla de ser padre, la maravilla de ser educador, la maravilla de ser educando sea éste niño, jóven o adulto.

Se me ocurre que en esto de retomar el encanto de la misión podemos encontrar un camino maravilloso en la búsqueda del reencuentro de todos los factores que intervienen en la construcción de la comunidad educativa, para generar la articulación armónica de todos los roles entre sí, en búsqueda del bien común. Hablo entonces de padres atentos a sus hijos, docentes y auxiliares educativos enamorados de su tarea que conocen a sus alumnos por el nombre y que se sienten artífices de la maravillosa obra de arte que significa sembrar en ellos valores, virtudes, actitudes. Hablo de una tarea común. Hablo de abordar situaciones traumáticas desde el encuentro, la honestidad moral, la humildad, la sinceridad. Hablo de no usar "atajos" para pasar más fácil el camino difícil.

Es tan complejo el abordaje de este tipo de hechos, son tantos los factores que hay que evaluar que sería necesaria una enciclopedia para desarrollar toda la temática inherente a la resolución de estas situaciones desgarrantes. Pero creo muy válido fijar el punto de partida que nos permita recobrar la esperanza, y ese punto de partida es, antes que nada, "salir de la anestesia" del individualismo y el indiferentismo, para ingresar a la ética de la solidaridad y la construcción de la alegría al cumplir cada uno con la misión que debe cumplir.

Concluyo tomando como síntesis integradora de este humilde aporte la genialidad del mensaje de Fito Páez: "¿Quién dijo que todo está perdido? Yo vengo a ofrecer mi corazón".

(*)Especialista en temas educativos

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