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 domingo, 05 de septiembre de 2004

Lecturas
Un arte capaz de simular y cortejar su propio fin

Fernando Toloza / La Capital

Con "La invención musical" Federico Monjeau ha logrado un libro apasionante, de lectura exigente, sobre la teoría musical y la forma de concebir la historia de la música. El volumen se divide en tres partes ("Progreso", "Forma" y "Metáfora") y, según el autor, cada una lleva a la otra. Se trata de un recorrido que toma su punto de partida a comienzos del siglo XX, desde un intercambio epistolar entre Arnold Schoenberg y Ferruccio Busoni, y llega al menos hasta Morton Feldman y la relación de su obra con la del pintor Mark Rothko.

El intercambio epistolar entre Schoenberg y Busoni versa sobre la interpretación de dos piezas para piano del primero. Las cartas, según las lee Monjeau, exponen el corazón de un problema: ¿cómo progresa la música?, ¿una obra de hoy es superior a una de ayer?, ¿funciona la idea de acumulación en la historia de la música y del arte?

Monjeau sostiene que, a diferencia de la ciencia, en la música ningún progreso suprime a las obras anteriores. "Un descubrimiento científico necesariamente oscurece al anterior", escribe, aunque también pone en entredicho esa seguridad apelando a Thomas Kuhn cuando éste niega la historia de la ciencia como proceso progresivo-acumulativo.

El tema del progreso es extensivo a todo el arte. ¿Por qué pueden convivir obras de hace siglos con las del presente? ¿Por qué las de hoy no son superiores, o no hacen olvidar a las antiguas, después de tanta experiencia? Monjeau plantea, basándose en Karl Popper y en E. H. Gombrich, que en realidad la historia del arte depende en gran medida de las relaciones que las obras tienen entre sí. Es decir, en el caso puntual de la música, las obras siempre están reescribiendo composiciones anteriores, actualizándolas o poniéndolas a distancia.

En ese sentido, Monjeau recuerda cómo hasta 1829 la música anterior era sólo una cuestión de compositores: no se interpretaba en público. La fecha corresponde al concierto en que Felix Mendelssohn "exhumó y dirigió «La Pasión según San Mateo» en Berlín, exactamente un siglo después de su estreno en Leipzig, y estableció la práctica de tocar música antigua en los conciertos. Hasta entonces la historia musical había transcurrido como un asunto más bien privado de los compositores. La música de Bach se transmitió a las generaciones posteriores gracias a un reducido y devoto puñado de músicos".

Ese "pase del testigo", esa privacidad, demuestra hasta qué punto opera la idea de diálogo entre las obras. En su primer movimiento, era de consumo interno; en un segundo, se hizo extensivo al público, con la apertura de nuevos interrogantes, pese a que Walter Benjamin haya dicho que ninguna sinfonía está dedicada a quien la escucha, una concepción que Monjeau pone en duda.

El análisis de Monjeau, ejemplificado con transcripciones musicales que no entorpecen la lectura del no especialista, hace recordar a la esfera pensada por Pascal, según la definía Borges, una circunferencia cuyo centro está en todas partes y en ninguna, quizá porque es la "inminencia de una revelación que no se produce" y porque la música, como la literatura, es un arte capaz de parodiarse, exaltarse, simular y cortejar su fin (otra vez Borges).

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