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 miércoles, 01 de septiembre de 2004

Reflexiones
Los maturrangos, esa casta abominable

Carlos Duclós / La Capital

Acaso ni para él haya sido una sorpresa. Sabía que iba a alojarse en un hotel lujoso, de almohadones mullidos y confort insuperable, de prestigio internacional, pero también sabía que ese top de cinco estrellas estaba levantado en un país convulsionado por faltas de políticas serias y responsables y postrado por la exacción que las organizaciones financieras internacionales y sus representantes criollos, los maturrangos, ritualmente y como un culto al despropósito y la avidez, pergeñaron y ejecutaron durante décadas. Cuando ayer, mientras seguramente desayunaba, Rodrigo de Rato leyó las noticias, se encontró con el siguiente cuadro de situación: los piqueteros marcharían a la Plaza de Mayo para pedir la liberación de uno de los líderes detenidos; acompañaría a los manifestantes uno de los principales actores cómicos argentinos en representación de un sector importante del país que fue literalmente saqueado por el Estado: los ahorristas. El titular del Fondo Monetario Internacional leyó también que la ciudad de Buenos Aires amaneció con la explosión de dos bombas y panfletos repudiando su presencia y la acción del Fondo. Es posible que después de escuchar los gritos de otros manifestantes que repudiaron su presencia y la actitud del organismo en el propio hall del hotel donde estaba, don Rodrigo haya mirado la fecha de edición del diario para asegurarse de que alguna teurgia no lo hubiera transportado a otros tiempos argentinos.

Seguro de estar en el espacio indicado y el tiempo apropiado, habrá seguido leyendo y prestado atención a las palabras del obispo de Lomas de Zamora quien, como preludio a las conversaciones de la cúpula de la iglesia con el gobierno dijo: "más allá de temas coyunturales, nos interesa conversar los temas de fondo, la gravedad de que el tejido social argentino se esté deteriorando. Vivimos una crisis muy grave, no puede ser que la sociedad vuelva a los antagonismos: ciudadanos contra piqueteros, San Isidro versus los demás partidos". "La iglesia -siguió leyendo el visitante- debe contribuir a superar estas antinomias que nos separan, como discutir si los muertos por la represión valen más o menos que los muertos en secuestros". Por fin de Rato debe haber suspirado más tranquilo y distendido (luego de enterarse de que hubo otro secuestro por el que se pagaron dos rescates en cuatro horas), cuando leyó que el embajador de la Unión Europea ante la Argentina, Angelos Pagkratis, le dijo no al pedido de ayuda de Kirchner por la cuestión de la deuda. "Las negociaciones de la deuda no son un tema de la Unión Europea, sino de cada uno de sus Estados nacionales, y por lo tanto no podemos brindar una ayuda como tal. La negociación con los acreedores privados es algo en lo que no estamos involucrados directamente, ni nuestros miembros", afirmó.

Claro, lo que Rodrigo de Rato no pudo saber ayer fue qué cosa siente cada día un argentino cuando debe comenzar el día en un contexto social abrumador, que desazona, angustia y hace trastabillar el temple del más fuerte. Difícilmente el funcionario haya querido observar, llegada ya la noche, a los infelices harapientos revolviendo en la basura porteña cartones para vender al otro día o comida para subsistir un día más. No pudo imaginar, por ejemplo, que a la misma hora que él desayunaba con deliciosas confituras, cientos de miles de criaturas, famélicas y desnutridas, lloraban de hambre junto con sus padres y millones de argentinos. Porque estimado lector: ¿qué argentino sensato, de buen corazón, impide que su alma sensible no llore hoy por sí o por los demás?

Con todo ese manojo de información en sus manos y otra información que él conoce a la perfección y que los argentinos padecen como nadie, como la indigencia, la pobreza, la clase media conculcada, las clases más pudientes atemorizadas, la injusticia pavoneándose a más no poder de la mano de jueces corruptos, habrá tenido tiempo, si no se atragantó y tuvo un rapto de sinceridad, para exclamar: ¡ésta es la Nación que junto a los judas argentinos pudimos construir! A estos judas el sublime San Martín les llamó "maturrangos", es decir malos jinetes, perversos conductores; gente astuta, pero tramposa; inteligente, pero con mala intención.

Sería un pecado si se sostuviera, livianamente, que este país postrado y lloroso es obra y gracia sólo de organizaciones internacionales como el Fondo Monetario Internacional u otros acreedores o de países poderosos a los que comúnmente se los denomina colonialistas. Si ello realmente fuera así, pueblos que fueron devastados por esas mismas potencias, como Alemania y Japón, hoy serían empobrecidas colonias y estarían en situación más comprometida que nuestro país. Lo cierto, aunque pese, es que la propia sociedad argentina contribuyó bastante, con actitudes equivocadas, a que se produjera esta situación calamitosa que de profundizarse se va a fagocitar incluso a aquellos soberbios, pero inocentes al fin, que creen que están a salvo por tener hoy una cuota de poder o un respaldo económico. Una de las actitudes reprobables de la sociedad argentina fue sostener el culto a la tan conocida como perniciosa "viveza criolla". Esta cultura, cuya espina dorsal es el desorden y la marrullería, es la que llevó y lleva a un funcionario a obtener riquezas mediante astutas y disimuladas acciones delictivas; a un juez a condenar a un inocente por una "dádiva"; a un operario económico a acrecentar sus arcas mediante la opresión del más débil y a un legislador a levantar la mano asintiendo un proyecto de descalabro a cambio de un sobre bien lleno. Pero esta cultura está también arraigada en el propio Estado representado hasta por personas consideradas honestas. Cuando el Estado pergeña normas y le da tinte de legalidad a lo manifiestamente injusto apela a las herramientas de la viveza criolla. Y estas normas persiguen, casi siempre, asfixiar económicamente al pueblo para que cierren las arcas fiscales.

La viveza criolla se expande, además, a buena parte de la sociedad argentina. Los ejemplos abundan, pero estas travesuras de la sociedad, que deja de ser ingeniosa e inteligente a la hora de elegir a sus representantes o es increíblemente inocente en la ocasión, no provoca un daño tremendo, devastador y agonizante como el que es propio de los maturrangos, esta abominable casta argentina a quienes los funcionarios de los organismos internacionales conocen tan bien.

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