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 sábado, 12 de junio de 2004

Reflexiones
La Biblioteca Argentina y la lengua

Rubén Echagüe

Al margen de las perplejidades organizativas, de las discrepancias secretas o divulgadas, y de las mil y una argucias inventadas para no quedar fuera del "evento" -la horrible palabreja halla aquí su justificación, ya que es un verdadero "acontecimiento imprevisto" que el III Congreso de la Lengua Española, esquivando la golosa dentellada porteña, se instalara en Rosario-, la circunstancia quizá sirva para desempolvar la gloria de algunas de las instituciones más tradicionales de la ciudad, a las que el smog de la rutina y de la constante familiaridad había desdibujado -¿cómo puede ser importante el Club Español, si yo vivo a tres cuadras?-, condenándolas a la iniquidad de un olvido y de una indiferencia culpables.

Pero si adherimos a la declaración formulada a La Capital por el asesor de comunicación del Ayuntamiento de Barcelona, Toni Puig -en una entrevista publicada el 14 de marzo pasado-, según la cual "la lengua sin libros no es nada" (sic), una de las casas de cultura que con más derecho aguarda la palma de una justa reivindicación es la Biblioteca Argentina, esa "ciudad de libros" -como diría Borges- que cotidianamente nutre a la otra ciudad circundante, suministrándole, desde el árido laberinto de un manual de circuitos de televisión a la diáfana sonoridad de un poema de Juan Ramón Jiménez, y desde las asépticas disecciones de los tratados de medicina de Rouvière, al estilo taciturno y cincelado como un busto de Marguerite Yourcenar.

Pero ¿por qué será preciso tener que instar a nuestros conciudadanos a "reparar" -y hago mías las varias acepciones del término- en la existencia de la Biblioteca Argentina? ¿Será porque las sutiles cadencias de Espronceda -en la segunda estrofa de la "Canción del Pirata"- no pueden emular a las furibundas estridencias musicales que cautivan a los jóvenes de nuestros días, o porque las ilustraciones del "Tratado de la Pintura" de Leonardo compiten con tanta desventaja, frente a la histérica andanada de imágenes fluorescentes que -como si estuviesen dotadas de una monstruosa vida propia- engendra sin pausa el ordenador?

¿Será porque ya no nos queda tiempo para gozar del humor -siempre lozano- de Cervantes, de las piezas orfebreriles de Marcel Schwob, de las prodigiosas consejas de la Ilíada, del enigma de Lao Tse, o de las asfixiantes pesadillas soñadas empecinadamente por Franz Kafka? ¿O será que la pasmosa facilidad con la que podemos agenciarnos una antología de Ernesto Cardenal, un diccionario etimológico, un cuadro sinóptico de las cardiopatías congénitas, la "Historia de la vida del Buscón" o los "Anales de Legislación Argentina", reduce a la Biblioteca a una función tan doméstica y subalterna como la que desempeñaría nuestra madre cuando, día tras día, solícitamente se ocupa de acercarnos el sustento a la mesa?

¿No es acaso un milagro que vagando poco menos que al azar por entre las estanterías de los depósitos, podamos toparnos con las "Memorias de la Academia Española" comenzadas a publicar en 1870, con la "Historia General de España" del Padre Juan de Mariana o con la "Novísima Recopilación de las leyes de España", mandada formar por el señor don Carlos IV -uno de los monarcas protectores de Goya- e impresa en Madrid en el año 1805?

En este orden de ideas, no hay duda de que un conmovido gesto de celebración del libro y de admiración por tan monumental acopio de saber humano, lo constituye la muestra "Bibl-Bibl, Homenaje a la Biblioteca Argentina", que la fotógrafa Marita Guimpel inaugurara en la sala de arte de la institución el jueves 3 de junio pasado, y que podrá ser visitada en el horario de atención al público, hasta el próximo 6 de julio inclusive.

La miscelánea visión de la Biblioteca que la mencionada autora ofrece, a través de más de setenta fotografías -y en la que no faltan ni la excelente recreación del busto de Juan Alvarez firmado por Erminio Blotta, ni la célebre frase acuñada por Joaquín V. González "Ignorar es odiar"-, incursiona también con sumo acierto en el registro del patrimonio bibliográfico, y de esa selección extrae la curiosa divisa con el lema "Limpia, fija y da esplendor", y que Don José de Solís y Gante, marqués de Castelnovo y duque de Montellano, diseñara para uso de la Real Academia Española de la Lengua.

Típico icono dieciochesco, con su crisol que humea y su cándida confianza en poder ordenar y legislar las impredecibles veleidades del mundo circundante, "fijando" las peripecias de la lengua como se fija el aleteo de una mariposa, de un certero aunque también letal alfilerazo, el singular emblema -cuyo mote, hoy en día, roza la banalidad de un gracioso eslogan publicitario-, cuenta, sin embargo, con un acierto decisivo y que nos incumbe.

Porque si de "dar esplendor" a la lengua se trata, para ello está el libro -el de Garcilaso, el de Quevedo, el de Calderón, el de Lope, el de Azorín, el de Lorca, el de Borges, el de Cortázar- y para atesorarlo, la Biblioteca Argentina.

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