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 domingo, 30 de mayo de 2004

Un símbolo del saladillo
El cine Diana remite al tiempo en que el barrio definió su configuración y sus características

Alfredo Chies

El cine Diana fue uno de los símbolos del Saladillo, como la sodería de Braun, la ferretería de Pilnick, la tienda de Weis, la retacería de Serbali, el monumento al esqueleto (nunca llegó a ser un hospital de asistencia pública) y el de Eva Perón, la peluquería de Angelito, el Sindicato de la Carne, los bares Il Piave y el Andros, la farmacia Victoria, el club Clear y el restaurante El Montaraz.

Algunos están, otros no. Son huellas de lo mucho que por ahí pasó. En un par de cuadras, italianos, turcos, griegos, rusos, polacos y yugoslavos vivieron un montón de años a la sombra del puerto primero y del Swift ("suif, sui, svits", depende de la lengua materna) después. Construyeron una patria chica multiétnica con grandes sacrificios y solidaridad desparramada entre los vecinos.

El Diana, el cine clavado en Lucero y Diana (Avenida del Rosario y Lituania), fue la ventana al mundo de tantísimos pibes en los matinés de conboi (cowboys) y de guerra, la Argentina costumbrista de Pedrito Quartucci, el erotismo de Ava Gardner y el milagro de Kirk Douglas (nadie se explicaba cómo seguía viviendo después de haberse muerto tantas veces). Las figuras se estampaban contra la sábana blanca y salían del chorro blanquísimo del proyector, tajeado por el humo de los cigarrillos. La sábana mostraba los enojos de los pibes por las traiciones del malo contra el bueno. Era una época un poco más fácil que la del presente.

Cine de intervalos llenos de familiares de queso y mortadela, pastillas Anta y caramelos Renomé, y los ojos en compota al salir a la tarde. También, de butacas de cuero con el asiento rebatible para dejar pasar a la fila y de "trampas" a la noche, de amores que sólo los protagonistas creían secretos. Al otro día, en la escuela Aristóbulo del Valle o la del Matadero marcaban los lejanos límites del ensueño y la realidad. En medio de ese cosmos se tejieron amistades inquebrantables, noviazgos y matrimonios y largas mesas para las fiestas de fin de año.

Estampa de un barrio gastado, demasiado viejo para dejar de existir, el cine Diana terminó en los 70 como un supermercado, igualito que el Splendid, a unas diez cuadras, en Ayacucho entre Arijón y Sánchez de Bustamante.

El Mayo francés agarró a estos hijos y nietos de inmigrantes con manifestaciones y quema de gomas frente a la Mandarina (el viejo monumento a Evita). El Diana fue testigo, también, de enfrentamientos entre caudillos sindicales de la carne, y la eterna puja entre peronistas y radicales.

El Diana aparece ahora abrazando a los que se fueron hace tantos años del barrio, de un barrio fuerte, con alma, marcando uno a uno los recuerdos, esos que ponen de frente la historia de cada hombre, de lo que hizo y de lo que es a pesar del destino propio y del colectivo.

La Circunvalación sacó de un cachetazo el entorno de la bajada Lucero, acentuándose el ghetto de la cortada Mangrullo. El Diana había sucumbido a los videos. El Andros terminó siendo una casa de artículos del hogar, la farmacia Victoria cerró, y el Esqueleto sigue, gastándose más despacio que todo lo demás (como nacido viejo), ofreciéndose como posible Fonavi.

La historia del Diana se reinventa. Por ahí es el prólogo de algo mejor, de un resurgimiento del barrio, donde otra vez se vuelvan a tejer, entrelazadas con el alma, las historias de otros tantos pibes que piensen con orgullo arrabalero -queriendo sacar patente de hombres- que son del Saladillo, mientras mastican un familiar de mortadela en la butaca del cine.

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Una programación del antiguo cine.

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