| sábado, 20 de diciembre de 2003 | El martirio de la cruz El padre Soares era un cura que tenía a su cargo una pequeña capilla en un barrio de humilde condición en Tigre, provincia de Buenos Aires. Eran tiempos de dictaduras militares. Onganía, Levingston y Lanusse aplicaban con todo rigor la doctrina de la seguridad nacional. El padre Soares era simpatizante de la declaración de Puebla y como siempre ha ocurrido, los que han proyectado el Evangelio a la vida social para defender a los pobres han sido tenidos por sospechosos, como lo fue Jesús. Puebla, una ciudad de México, fue escenario de una reunión entre el Papa Pablo VI y los obispos de todo el continente americano para declarar como conclusión final que a la violencia de los opresores había que oponerle la violencia de los oprimidos. Una madrugada en la puerta de su pequeña capilla y ante la presencia de su anciano hermano, el padre Soares fue acribillado a balazos por una banda de asesinos. Era el comienzo del horror. Martínez Raymonda era embajador del gobierno militar en el Vaticano y monseñor Bonamín y monseñor Plaza junto a los obispos Sansierra y Tortola santificaban los crímenes de Videla. Entre los miles de inmolados caían asesinados por los grupos de tareas del Proceso alrededor de 25 sacerdotes católicos y varias monjas. Entonces, como hacía dos mil años, el martirio de la cruz se volvía a repetir, como se repite ahora con los millones de pobres, parias y desesperados de nuestra Nación.
Ricardo Carreño
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