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 miércoles, 17 de diciembre de 2003

Reflexiones
Trabajos de equipos

Víctor Cagnin / La Capital

Entre las declaraciones de Carlos Bianchi recordando la importancia de mantener una pasión racional en el fútbol y las de Mario Pontaquarto revelando los pormenores de las coimas en el Senado para aprobar la reforma laboral, la sociedad argentina tiene por estos días motivos adicionales para su optimismo. Se trata de dos figuras totalmente antagónicas, que convergen sólo por el azar de las fechas en los medios de comunicación, pero que nos ayudan a descubrir los verdaderos recorridos de cada uno; caminos que aspiraron transitar millones de ciudadanos, quizás fascinados unos con la pureza deportiva y confundidos otros por el éxito rápido, la viveza como método, el dinero fácil y las veleidades del poder.

Hay en el discurso de Bianchi conceptos muy simples de explicitar -tal vez él los haga sencillos- pero no fáciles de asimilar. Como ser: su principal demanda es de actitud, lo cual implica que cada jugador debe dar todo de sí por el equipo en cada encuentro, sea en un torneo local o en una copa internacional. Deben también reconocer sus capacidades y limitaciones, tener conciencia siempre del lugar donde están y mantener respeto por el adversario. "Quiero que se parezcan a lo que yo era como jugador", dice y, sin pretenderlo, revela parte del secreto de su récord de campeonatos ganados. Es que en él la cultura de trabajo, esfuerzo y perseverancia, forjada desde pibe como canillita, encontró continuidad en una institución criteriosa y democrática como la de Vélez Sarsfield de mediados del 60; y con su cuota de intuición y oportunismo llegó a convertirse en un goleador implacable e inolvidable. Con esa misma cultura partió a Francia, donde terminó siendo una de las figuras más entrañables del fúbtol galo, para luego iniciarse como técnico.

Dos cualidades más insoslayables: desde lo económico, no exige aquello que el club no está en condiciones de dar, puede resolver con los recursos existentes, aunque no vacila en desprenderse de quienes percibe poco dispuestos a sacrificarse; y desde la dinámica grupal establece reglas de premios y castigos transparentes, quien esté en mejor forma integrará el equipo titular. La experiencia de Bianchi es tan valiosa que hasta ha sido convocado por empresarios para que explique su forma de trabajo grupal. Un orgullo nacional del que se habla en todo el mundo.

En cambio, para Mario Pontaquarto la vida recién comenzó a tomar verdadero sentido cuando ingresó al Congreso de la Nación, no como representante en alguna de las Cámaras, sino ocupando un cargo administrativo, seguramente en compensación a su afiliación radical y no por concurso, en un ámbito que debía convertirse en el paradigma de la democracia. Allí, habrá fatigado en los primeros años en procura de un aprendizaje sobre cuestiones reglamentarias y de obligaciones, para pasar luego al terreno de los intersticios, fallas y fisuras del sistema y sus integrantes. Su sagacidad, su bajo perfil, reserva y comprensión de los intereses partidarios lo elevaron al rango de secretario parlamentario. Y, como buen soldado, cumplió con lo que se le pidió, sin reparar en cuestiones éticas o cargar culpas por lo que ponía en juego en el camino: con los sobornos para sacar la reforma laboral se desató la mayor crisis institucional en los 20 años de democracia y el país ingresó luego en una recesión sin precedentes de la que aún soporta sus consecuencias.

El comportamiento de Pontaquarto también respondía a una lógica de trabajo grupal instalada por un líder o máximo referente. Y se los identifica porque suelen dominar con gran habilidad el doble discurso, los silencios, las carencias y debilidades de los oponentes. Disparan campañas difamatorias con un simple guiño y siempre encuentran excusas para no estar cuando la situación los compromete. Estos simuladores de la democracia también provocan admiración y siempre cuentan con un número de exégetas que no sólo intentan justificar lo que hacen sino que además les confieren frases y acciones para elevarlos al rango de mitos, cuando en rigor son farsantes desde la primera hora. Hipócritas parásitos responsables de las miserias que soporta gran parte de la población e incautadores de recursos genuinos del Estado que van a sus bolsillos o a engrosar los fondos de campaña para luego comprar todas las conciencias posibles o los votos necesarios para perpetuarse en el poder.

Se trata de una cultura corporativa-mafiosa que ha atravesado la sociedad y de la que no es fácil desprenderse o reducir su área de acción. No obstante, como sucedió con los arrepentidos partícipes del genocidio de la dictadura, Pontaquarto, al autoincriminarse, abre el campo para los arrepentidos de la corrupción estructural. Y con ello agita la memoria sobre todo lo ocurrido, replantea el debate sobre la legitimidad de lo sancionado y obliga a funcionarios y legisladores a revisar la ética de sus actos, sean públicos o privados.

Francamente, creo que esto no se esperaba. Reconforta y ayuda a seguir. En buena hora. Como la lección de Bianchi.

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