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 domingo, 14 de diciembre de 2003

Aunque a muchos les pese, la conquista de la Intercontinental por parte de los xeneizes sería un hecho muy positivo para nuestro fútbol
Boca-Milan, pasiones, folclore y miserias

Aun cuando la eventual conquista de la Copa Intercontinental por parte de Boca sería objetivamente beneficiosa para el fútbol argentino, campea un clima de pasiones atrincheradas, insulares y, en buena medida, degradadas, rebajadas a la categoría de un egoísmo impregnado de patetismo.

De tal suerte, el Milan ha devenido en el equipo de todos, o de la mitad menos uno, o de la cruzada anti-Boca, o de los que se sienten excluidos de la fiesta, o vaya a saberse qué insondable compromiso los aglutina.

Naturalmente, se descuentan y se reconocen los libres albedríos deseantes, puesto que no se trata de aportar a la alcancía de la intolerancia o de perfilar discursos de catequesis, pero tampoco es cuestión de callar la discrepancia y maquillar hechos por lo menos llamativos.

¿Pero qué tipo de grandeza se postula?

La misma que Carlos Bianchi cuando dice públicamente que le gustaría que River gane la Copa Sudamericana porque, por añadidura, el trofeo formaría parte de la vitrina común del fútbol de estos lares.

Y eso es efectivamente así, incluso más allá de las propias intenciones del entrenador, esas mismas puestas en duda por los perspicaces y desconfiados de turno, que las atribuyeron menos a un gesto sincero que a ironía, oportunismo o demagogia lisa y llana.

Pero, cabe insistir en este punto, que un equipo argentino se llevara la incipiente Sudamericana acarrearía, sin más, un capital de prestigio que, va de suyo, se vería acrecentado en grado sumo si Boca saliera airoso en su partido contra el campeón europeo.

Y aunque se entiende que no hay devociones puras, ¿por qué no debería ser esperable consenso en torno a la posible bienaventuranza de Boca, un Boca que, por si no ha sido debidamente aclarado, para el caso ejerce la representación del fútbol argentino?

Y, ya que estamos, vale subrayar que en Yokohama, hoy Boca se constituirá como delegado, gestor y portavoz del fútbol argentino, pero no de la Nación argentina propiamente dicha, aunque, deberá admitirse, la sinonimia se ofrece y la tentación es grande.

Dicho de otra manera: si no son fomentables nacionalismos alborotados, chauvinismos y otras yerbas, vale decir, condensaciones inmediatas entre fútbol y patria, tampoco asoma fecunda la pose relativista, aséptica, la afectada ajenidad.

Hay en juego, pues, asuntos que atañen a las identidades, a las identidades futbolísticas, claro, identidades que, por provisorias y complejas que sean, no dejan de pugnar por validación y ponderación en el territorio simbólico.

En este sentido, antes que en cualquier otro, que una victoria de Boca, forjada con buenas artes, desde luego, se impone como deseable y, si fuera consumada, grata; y, por carácter transitivo, no deja de ser penosa esa floreciente comunión de fervores en contrario, que exceden, y por mucho, a los consabidos primos de Núñez.

Y, a propósito, se dirá que la mutua repulsa entre River y Boca, decorada por aliados ocasionales, es tan vieja como viejo es el fútbol, de modo tal que no habría margen para perplejidades, molestias u objeciones, y todo lo aconsejable sería fruto de un hecho consumado, susceptible de ser observado con resignación, ergo, con una cierta conformidad.

Pero no, definitivamente no: rendirse ante este hipotético fatalismo histórico sería incurrir en una simplificación llamada a adulterar, a confundir.

Detrás del Racing campeón mundial de clubes en 1967 hubo una "pueblada" que llegó hasta los confines del país, idéntico frenesí colectivo promovió la gesta de Estudiantes de La Plata ante el Manchester, en Old Trafford; por ahí anduvo lo de Independiente ante la Juventus a comienzos de los setenta, y fenómenos análogos se dieron cuando los equipos argentinos afrontaron instancias decisivas en la Copa Libertadores de América.

Y más: cuando Estudiantes ganó la Copa Intercontinental cientos de hinchas de Gimnasia se sumaron a la celebración, colgando banderas en los balcones de sus casas, o agitándolas en el centro mismo de la ciudad de La Plata, escribiendo, en definitiva, una página de grandeza inconcebible para éstos tiempos.

Pensar que a la enorme mayoría las pequeñas o grandes miserias ligadas al fútbol se las honra con la vaga y equívoca etiqueta de folklore, como si la pavada, el mal gusto, la grosería, la brutalidad, o la franca deshonra pudieran merecer rango de arte ligado a las alegres tradiciones.

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Odios aparte, el título de Boca sería bienvenido.

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