| domingo, 02 de noviembre de 2003 | Personajes y destinos La tierra de Federico Alma Maritano (*) La Granada nocturna nos recibió con un escándalo de luces. Era el cuatro de junio y las calles hervían de guirnaldas centelleantes. Habíamos dejado las mochilas en el hotel y salimos a caminar. Yo miraba todo como quien devora. Estaba en Granada, la tierra de Federico. La de su vida y su muerte. También la de Washington Irving, la de la Alhambra. Estallaron repentinamente fuegos artificiales y pareció desplomarse el cielo despedazado en luces. De pronto allí, sobre el muro, como otra luz, el afiche que anunciaba en letras enormes: "Hermanamiento Lorca-Hernández, 6 de junio, Fuentevaqueros".
¡Fuentevaqueros! ¿Tan cerca, tan pronto, Federico? En las páginas de la edición de Losada con prólogo de Guillermo de Torre, mi niñez había leído mil veces, tantas como vueltas les daba, ese nombre que solía encabezar misterioso los poemas, "Fuentevaqueros, 1919", "Fuentevaqueros, 1920", y luego la música de las palabras, ritmo y pinceladas, estremecimiento y magia. ¿Existía, entonces, Fuentevaqueros? ¿Podía irse a Fuentevaqueros? ¿Pero cómo? Gracias a la practicidad de mi marido, en pocos minutos se resolvió el problema. A la mañana siguiente partimos en el primer colectivo que realizaba diariamente ese viaje tan real, al parecer, para los demás. Yo miraba ahora los campos, la vega granadina. Pensaba, cuántas veces habrás andado estos caminos y habrás mirado estos mismos campos que yo estoy mirando. ¿Estarían aquel árbol, aquel monte aquella casa?
Fiesta de cumpleaños Lo primero que vimos al llegar fue esa calle principal, tan ancha y blanca, que ya se estaba preparando para la fiesta. Era fiesta, claro, en el pueblo de Federico. Nadie trabaja el día de su cumpleaños. El inmenso escenario estaba siendo acondicionado, con sus luces y sonido, para el espectáculo nocturno. Se anunciaba la presencia de la esposa de Miguel Hernández -el hermano espiritual-, la del alcalde de Orihuela -el pueblo de Hernández-, la hermana de Federico y los artistas -Carlos Cano entre ellos- que bailarían y cantarían. Nos sentamos en una cervecería de esa misma calle y mientras bebíamos una "caña" admirábamos el cuerpo desnudo y terso del adolescente de mármol que surge de entre un macizo de verde, enmarcando el escenario. Yo saqué mi libreta de notas y rápidamente, tratando de escamotear mi cara de llanto al verborrágico mozo -que nos preguntaba de dónde veníamos y nos explicaba cómo se desarrollarían todos los espectáculos durante la mañana y la tarde- garrapatée una carta a mis hijos, a Oscar Medina y a Pino Isacchi. Era un modo de hacer que ellos también estuvieran con nosotros en ese momento. Con ellos habíamos organizado y escenificado un homenaje a Federico en agosto de ese año, al cumplirse cincuenta años de su asesinato, en el Centro Cultural B. Rivadavia.
Después del mediodía, desde los muros de la casa de Federico empezaron a cobrar vida sus dibujos: eran actores (dirigidos por un rosarino radicado allá) que, vestidos y caracterizados como las manolas y los payasos y los caballistas de sus acuarelas y con un fondo musical que salía de un pasacassettes colocado sobre la vereda, iban poco a poco saliendo desde detrás de unas gasas sutiles, como emergiendo de un sueño, para dibujar a su vez una extraña y bella danza dramática e ingenua al mismo tiempo, entrelazándose y destejiéndose rítmica y expresivamente. Luego, como continuando esa danza, empezaron a mezclarse con la gente y a jugar con ella, a manera de mimos, y se intercambiaron bailes y juegos hasta el atardecer.
Luego del espectáculo, vibrante de palabras primero y de música después, y del baile popular que duró hasta el alba, mi marido me propuso quedarnos a dormir en Fuentevaqueros. Dimos con una hostería que había tenido que ampliar sus instalaciones, por la demanda turística, y tuvimos el azaroso privilegio de ser los primeros en pasar la noche en el nuevo edificio, situado enfrente. Habiendo explicado de dónde veníamos, nos dejaron allí, con sábanas y toallas a estrenar, sin pedirnos siquiera documentos. A la mañana siguiente, cuando fuimos a desayunar al edificio viejo (pensábamos que hubiéramos podido irnos sin volver allí y nadie nos habría pedido cuentas), luego de una charla jugosa, de la que se nos escapaban la mitad de las palabras, saldamos cuentas pero no nos quisieron cobrar el desayuno. "¡Qué! ¿Habéis venido para el cumpleaños de Federico y os íbamos a cobrar un café con leche?" De allí nos fuimos a la casa natal, y gozamos de otro privilegio: los pocos turistas del día anterior habían partido y estábamos solos para recorrer la casa. Volví a mirar de ese modo en el que todo se graba dentro de nosotros para siempre, mi marido tomó unas fotos y luego salimos a caminar por las callejuelas adyacentes, y conocimos también la escuela y la iglesia. La calle de su casa bajaba al río y estaba bordeada de chopos y adelfas y estaba sombreada y silenciosa. El último sorbo de aire que tomé antes de subir al colectivo que nos traía de vuelta, sigue refrescándome.
De vuelta en Granada De vuelta en Granada, la prima Elita nos llevó a la casa de los Rosales, en donde estuvo escondido una semana, y de la que lo llevaron. Al día siguiente fuimos a conocer la quinta de San Vicente, en las afueras de Granada y luego un amigo de Elita, que también por azar llegaba allí con su auto, nos llevó desde Granada a Viznar. Pasamos por el convento en que los retuvieron la última noche, esa noche en la que él cantó y recitó para paliar la angustia y el terror de todos, y también lloró y rezó y miró cara a cara a su propia muerte, y culminamos el viaje al borde del barranco. Algo en mí encontró su lugar. No pude decir nada, claro, pero en mi desgarrado silencio, en mi dolor y mi rabia, también había un amor de años, inextinguible, y el agradecimiento por tanta belleza.
(*) Escritora enviar nota por e-mail | | Fotos | | Fachada de la casa natal de García Lorca. | | |