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 domingo, 05 de octubre de 2003

Interiores: El egocentrismo del ser

Jorge Besso

En una entrevista realizada a Sigmund Freud, publicada en 1930, pero hecha aproximadamente en el verano de 1926, con Freud de vacaciones con su familia, y con el inventor del psicoanálisis haciendo un esfuerzo a lo largo de todo el reportaje por no parecer y no aparecer como pesimista, de pronto, el entrevistador le suelta una pregunta, que no se me hubiera ocurrido hacerle. Mucho menos se me hubiera ocurrido la respuesta que da Freud a G. Silvester Viereck. El entrevistador le pregunta:

-"¿Cree usted en algún tipo de persistencia de la personalidad después de la muerte?

-No pienso en ello en absoluto. Todo lo que vive muere. ¿Por qué iba a sobrevivir yo?

-¿Le gustaría regresar bajo alguna forma, renacer del polvo?

-Sinceramente no. Cuando uno percibe el egoísmo que subyace a toda conducta humana, no siente el menor deseo de renacer. La vida aun moviéndose en círculo, seguiría siendo la misma. Lo que es más, suponiendo que la eterna recurrencia de las cosas, como diría Nietzche, nos revistiera de nuevo con nuestro envoltorio mortal, ¿de qué nos serviría sin el recuerdo?".

Todo lo que vive muere, dice secamente Freud, pero entre otras cosas se refiere a "nuestro envoltorio mortal". A todas luces el cuerpo, pero, ¿qué hay adentro de este paquete mortal? El recuerdo, es decir, la psiquis. Más en el fondo, el alma. Un poco más adelante Freud va a hablar de la vida como una lucha sin fin...

"Por lo que a mí respecta me satisface saber que la eterna molestia de vivir llega finalmente a término. Nuestra vida se compone necesariamente de una serie de compromisos. Es una lucha sin fin entre el ego y su entorno", dice.

Es interesante ver al revisar los diccionarios que egoísmo se escribe de un modo muy similar en los idiomas que habitualmente tomamos como referencia: en inglés se dice egoism, en francés égoïsme, en alemán egoismus, en italiano egoismo y en portugués también egoismo. Es decir el ego está en todas partes, pero lo que no dice Freud en este reportaje, es que en esa lucha sin fin entre el ego y su entorno, en el susodicho entorno, también todos son egos. Este es el momento preciso en que salta y nos asalta la pregunta, ¿qué es el ego?

La definición latinoamericana del ego dice que "es el argentino que todos llevamos adentro", lo que viene a querer decir, en clave egocéntrica, que en el planeta todos son argentinos. El paso siguiente en la desmesura centrista trepa a las alturas máximas para sentenciar que Dios es argentino, ya que al igual que el ego, está en todas partes. Como se sabe, el egocentrismo argentino viene devaluado a partir de sátrapas devaluadores que devalúan a la mayoría y sobrevalúan a la gran minoría y que hacen de esa forma plata sin trabajar, que como también se sabe, es la verdadera forma de hacer plata.

Pero aun así, aunque averiado, nuestro ego sigue reinando. Ahora en lo más bajo de lo bajo, lo que en cierto modo no deja de ser alto, en tanto sea lo más. Lo más alto de lo bajo, se podría decir, para referirse a ese lo más bajo de lo bajo. Por caso, si es que somos los más corruptos de un planeta de corruptos. Otra vez "los más". Esto es que, en este caso particular que a todos nos atañe, Freud y el saber popular coinciden en que la vida está diagramada más o menos así: Ego vs. Ego, ambos egos rodeados de egos y también, claro está, la propia pareja de egos, bailando la monótona danza de los egos.

Es decir que el ego es el blindado que habitamos y del cual cada tanto se sale a dar una vuelta para visitar algún sitio. Sin olvidar que en bastantes casos, se puede salir sin salir, para lo cual basta con adoptar el régimen de visitas del Chad. Habitemos donde habitemos lo que habitamos es nuestro ego, lo que en principio no está mal como sistema de protección básico en un mundo que es hostil por definición, ya que nuestro ser tiene que aceptar y afrontar todo tipo de inclemencias, que podríamos listar así:

* Las inclemencias climatológicas.

* Las inclemencias económicas.

* Las inclemencias del desamor.

* Las inclemencias en general.

Todas estas inclemencias sirven para justificar no sólo las precauciones, sino, y eso es lo más complicado, los excesos en las precauciones y defensas, que han convertido este mundo en un mundo pleno de medidas de seguridad, alarmas, vigilantes, humanos públicos y privados, sensores varios, variadas claves de accesos, seguimientos satelitales y demás sistemas inventados y por inventarse, todo en pos de una seguridad nunca alcanzada, transformando la sociedad humana en una aglomeración de egos que no constituyen en un sentido estricto, ninguna sociedad.

Es verdad que no todo es tierra arrasada porque todavía podemos celebrar la amistad, el amor, sobre todo el amor no egoísta, algunas formas dignas del trabajo, el arte en general y especialmente todos aquellos que no hablan con la boca llena, ni pseudo escuchan con los oídos tapados, lo que mantiene intacta la posibilidad de cuestionar. Sobre todo la capacidad de cuestionar lo que la sociedad instala como obvio, haciendo de lo obvio la verdad. Como la obviedad de la supremacía de lo material, lo que lleva a una dedicación de tiempo completo a la materialidad, dejando para la espiritualidad el mini tiempo del hobby.

Recuerdo que de chicos jugábamos a un juego que se llamaba, "El desconfío". Cada jugador jugaba una carta tapada anunciando qué carta era. Cualquiera de los otros jugadores podía en cualquier momento del juego gritar: ¡desconfío!, lo que obligaba al jugador a destapar la carta, y en caso de haber mentido era penalizado. De lo contrario era penalizado quien había desconfiado en el momento equivocado. En suma era un juego, donde tanto la verdad como la mentira tenían un lugar.

Hoy por hoy el juego es bastante menos alegre, ya que en esta realidad de tipo egomaníaca, no hay espacio ni para la verdad, ni para la mentira, sólo lo hay para la desconfianza. Que la confianza mate al hombre siempre es posible. Que la desconfianza no lo deja vivir es más bien seguro.

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