Orlando Verna / La Capital
"El circo de las criaturas aberrantes" exhibido por Fernando Peña el fin de semana en el Auditorio de la Fundación Astengo a través de su espectáculo "Mugre" es un desfile de personajes descompuestos en la desazón de una sociedad hipócrita. En su mayoría son inventos que el mismo Peña hizo para sus programas radiales porteños, aunque nunca terminan de formatearse sobre el escenario porque, en realidad, lo importante no es lo que se ve sino lo que se dice. El primer cuadro es un cross a la mandíbula de la platea. Dick Alfredo es un mexicano provocador que mete el dedo donde más duele. Tratándose de Peña cualquiera podría pensar en el propio ano, pero no. El lugar más doloroso es el alma, empañada de confort y nichos en cuotas. Allí Dick demuestra la estupidez de una sociedad involucionada que encontró el sentido a su existencia con el uno a uno neoliberal. Le sigue Roberto, un gay de rosa que en su candidez desarma el pesado prejuicio de perversión atado a su condición. Obsesionado con las pijas, al límite de recitarle una oda y regalarle consoladores al público, se reconoce puto y no maricón, porque la suya es una elección de deseo contra los maricones de alma que optan por el cómodo perfil de empleado familiero. Segmentado por intencionados textos sobre la miseria humana se viene Palito. Enfundado en una bandera de Boca, un cabecita negra acusa a los blancos de matarlo de hambre. Es quizás el personaje más espeluznante. No porque sea imaginario sino todo lo contrario. Con una dicción afectada por las drogas y el alcohol, dice que tuvo sida tres veces, inhala cocaína en plena charla, pero por sobre todo deja en claro con valentía y simplicidad su subalterna posición social. Ernesto, la mujer que está sola y espera, es un travesti marcado por la incomprensión y la violencia -su madre murió rayada y su padre al comer ese residuo-. Sueña con su príncipe azul y un vestido de novia, y da más lástima que risa. Llega una cabal demostración del ejercicio vocal heredado de la radio cuando Peña interpreta a tres personajes juntos. La monja y la novicia se trenzan en un diálogo aterrador que llevan al paroxismo mientras se masturban con un crucifijo, al tiempo que el amanerado monseñor promete cielo y pureza entre manotazos a partes pudentas. La única escena sin humor es la del virus del sida, una oleada roja de amor y muerte tomada con seriedad y autorreferencia, aunque rápidamente la carcajada se hace fácil con Elisa Rufino, una ama de casa llena de anfetaminas y frustración. Pare un hijo al defecar y lo tiene en formol hace tres meses, pero se peina con Giordano. Más tarde, Delia Dora Fernández de Fernández es decente, autoritaria, represora y anuncia el fin del destape. La última imagen es la del Mugre, un monstruo con sarcoma de Kaposi a quien le nacen lechugas en el culo y es lapidado por el público con panes -sin duda, la escena más cruel del show- antes de su suicidio. Así durante dos horas, Peña se hace tocar el traste, canta el himno, juega con el público y desgrana los tabúes de una sociedad mentirosa. Revisa la supuesta mugre de las drogas, el sida, la homosexualidad, la soledad, la muerte, la locura, la religión, la discriminación y la exclusión con un humor tan inteligente y descarnado que muchas veces avergüenza hasta las muecas de sonrisa. Una forma tan sutil como despiadada de quitarle entidad a la mugre como sinónimo de basura, caca o residuo y espetar en la cara de los mediocres que la verdadera mugre se junta, imperceptible, en las almas sin piedad.
|  Peña exhibe una comicidad tan sutil como descarnada. (Foto: Enrique Rodríguez) |  | Ampliar Foto |  |  |
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