Año CXXXVI
 Nº 49.831
Rosario,
domingo  04 de
mayo de 2003
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Vargas Llosa, a la búsqueda de las utopías
En "El Paraíso en la otra esquina", su última novela, tiene biografías de Flora Tristán y Paul Gauguin

Carlos Roberto Morán / La Capital

Flora Tristán observa a un grupo de nenas jugando al Paraíso. Se trata de un viejo juego en el que una de las del grupo pregunta "¿Es aquí el Paraíso?" y el resto responde: "No, es en la otra esquina". Y "mientras la niña, de esquina en esquina, preguntaba por el esquivo Paraíso, las demás se divertían cambiando a sus espaldas de lugar".
Flora Tristán, descendiente de peruanos, fue una luchadora revolucionaria precomunista del siglo XIX. Tenía la doble ilusión de la emancipación de obreros y mujeres, era internacionalista y creía en una suerte de Paraíso en la tierra cuyas imágenes bien podían confundirse con esas eglógicas que se usaban para definir la idea del Paraíso cristiano.
Su nieto fue el notable pintor Paul Gauguin, quien alentaba otra idea del Paraíso. En su caso el de un sitio natural, salvaje, primitivo, incontaminado de los "males" de la civilización. Ambos, abuela y nieto -que no llegaron a conocerse porque Flora murió muy joven- abrazaron con fervor, diríase hasta con desesperación, sus difusas y nunca prácticas ideas y llegaron a entregar sus vidas por tales ilusiones sobre las que escribe Mario Vargas Llosa en su más reciente novela: "El Paraíso en la otra esquina" (Alfaguara)
Vargas Llosa, sin aclarar cuánto hay de documentación, cuánto de hechos por él imaginados, reconstruye las vidas de Flora y de Paul en sus últimos años de existencia. A ella la toma cuando realiza una extenuante gira por el interior de Francia en 1844, al gran pintor lo "persigue" en su huida alocada hacia el Algo entre 1893 y 1902, a partir de capítulos alternativos que buscan mostrar a dos apasionados que, cada uno a su modo, rompen con el mundo y el orbe burgueses para jugarse hasta lo último por lo que resultan, inexcusablemente en sus casos, sendas utopías.
Utopías, ese marchar incesante hacia la línea del horizonte que nunca se alcanza. Con cierta liviandad hoy se habla de utopía como sinónimo equívoco de ideología o ideales. Sin embargo lo utópico es lo inalcanzable, lo inexistente por definición. Algo sustancialmente diferente son las ideas, que pueden en determinado momento volverse realidad. Es una diferencia para nada menor que en este caso Vargas Llosa no confunde.
Utópica era Flora Tristán, con sus Palacios Obreros y la serie de reformas que auspiciaba que no por nada terminaban vinculándola a las propuestas estrambóticas de Saint Simon y Fourier, aunque a ambos dejara atrás porque sus ideas terminaban siendo más revolucionarias y de alguna manera un tanto más cercanas a la realidad, especialmente cuando analizaba la situación de sevicia y humillación en la que vivían mujeres y obreros. Más tarde llegaría Carlos Marx para ofrecer una articulación más compleja entre acción e ideario políticos. Pero estamos en un período anterior a la irrupción del marxismo que iba a reclamar otro tipo de análisis y otra clase de respuestas a ese ideario.
Utópico fue su nieto, con su huida hacia delante sin cristalización posible, porque a pesar de pagar el alto precio de dejar atrás su vida burguesa y a su mujer y sus hijos (también Flora se separó de su esposo y en la práctica de sus hijos) nunca alcanzó ese Paraíso, esa suerte de Felicidad Definitiva que con tanto tesón y tanto error persiguió con sus actitudes y sus cuadros inmortales.

Luces y sombras
Vargas Llosa escribe su 14ª novela desarrollando las biografías a partir de capítulos alternativos, los impares dedicados a Flora, los pares a Gauguin. En el primer caso, el "pretexto" son las visitas a las distancias ciudades del interior francés. En el del pintor, acude a sus cuadros más famosos, que explica con gran capacidad narrativa y de síntesis, para justificar los diversos episodios. Su plan original era el de hablar sólo de la mujer pero el nieto irascible y hasta brutal en sus actos mezquinos logró "meterse" en el corpus del texto, lo que fue una verdadera suerte porque de las dos biografías noveladas la que se impone es la del pintor iconoclasta.
Y esto es así porque la parte reservada a Flora Tristán carece del dinamismo propio del relato y se queda en la crónica, aunque las historias protagonizadas por la peruana-española-francesa (a la que llama Andaluza) le hubiesen permitido textos de gran intensidad dramática si los hubiera contado "desde" dentro y no desde la superficie, como lo hace. En cambio ese hombre enfermo y confundido, cargado de pasiones y contradicciones, pleno de talento, al que los maoríes llaman Koke se coloca en primer plano porque Vargas Llosa termina acá recuperándose como escritor de ficción.
Quizás por eso, mientras las páginas finales dedicadas a Flora no logran conmover, las otras, las que cuentan la agonía de Gauguin, resultan de alto vuelo, parecen animarse, contagiarse de ese fuego devorador que acompañó siempre al genio francés, entregándonos al Vargas Llosa más genuino, ecos de aquel que alguna vez se propusiera alcanzar otro imposible: la novela total.
Flora con sus Palacios Obreros, Gauguin tratando de volverse salvaje y primitivo, Vargas Llosa con su intento de contar "desde todos los ángulos posibles" la historia del Perú contemporáneo... Como se ve, las utopías también ayudan a dar sal a la vida terrena, tan plena de rutinas.



El polémico escritor peruano vuelve a la ficción.
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