| | Editorial La ciudad debe creer en sí misma
| Rosario constituye, fuera de toda duda, un caso atípico entre las grandes ciudades de la Argentina: cronológicamente muy joven y engendrada -más allá de múltiples teorías e hipótesis- por padres desconocidos, la imagen que de ella se tiene es que se trata de la hija de su propio esfuerzo. Y claro está que dicha imagen es acertada. Sin embargo, lo que debería constituir un motivo de legítimo orgullo para sus habitantes es con frecuencia subestimado y hasta olvidado. A tal punto, que uno de los principales déficit que se perciben en su población es la carencia de un espíritu colectivo fuerte, al menos si se sustrae del análisis la esfera deportiva. Y esa es una deuda pendiente que convendría saldar lo antes posible. No hace falta, en efecto, dirigir la mirada hacia sectores remotos del paisaje para vislumbrar cuál es la relación de los rosarinos con su entorno: la ciudad -vaya novedad- no brilla por su limpieza. Y las causas del mal tampoco se insertan en la esfera del enigma: simplemente, la falta de higiene es consecuencia de la pobre actitud de quienes en ella residen. ¿Indiferencia, desinterés, desapego? Lamentablemente, un poco de cada cosa. El vandalismo es otra de las plagas que azotan a Rosario. La destrucción por la destrucción misma, visible en el caso de la mutilación de estatuas y esculturas que embellecen espacios y paseos públicos, así como en los muros ennegrecidos por las inscripciones, se erige como otro síntoma de la falta de amor por la ciudad. Y más allá de que se trata de un azote de todas las sociedades contemporáneas, en otras urbes el problema reviste características menos virulentas. Sobre todo -y no es casualidad- esto se hace visible en aquellos puntos que sacan buen provecho de la actividad turística. Lo más curioso del fenómeno local es que las quejas ciudadanas al respecto de los problemas descriptos abundan. Y el hecho es aún más paradójico si se recuerda que quienes dañan su entorno son los mismos que lo disfrutan y usufructúan. Por otra parte, si bien ciertos males que aquejan a la ciudad tienen origen exógeno, otros podrían ser resueltos con celeridad a partir de un simple cambio de actitud colectiva. Es que muy difícilmente nos concederán los otros aquello que debemos darnos nosotros mismos.
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