Cuando en 1897 Félix Olazabal llegó a esa pequeña península de Chubut, la península de Valdés, sólo sabía que era una porción de tierra de 300.000 hectáreas rodeadas de mar y silencio, donde se encontró con un tal Gumersindo Paz y algunas vacas cimarronas de la estancia El Rey, un fallido intento colonizador de los españoles.
El hombre había nacido junto al río Bidasca, en Biriathon, ciudad de los bajos pirineos franceses del país vasco, que empujado por los tiempos difíciles en Europa había venido al mundo nuevo y recalado en la ciudad bonaerense de Tandil.
Allí pastó ovejas en la estancia Bella Vista de Ramón Santamarina, acaudalado almacenero y terrateniente, y un día se encontró vadeando el río Negro en un extenso arreo a través del desierto, que lo llevaría hacia un destino impensado.
Olazabal estaba muy lejos de imaginar que esa ruta lo convertiría en pionero del lugar, un territorio apenas recorrido por los tehuelches, y que allí levantaría una estancia marina. Y mucho menos que formaría una familia que con el tiempo se volcaría hacia una actividad tan nueva como arrolladora: el turismo.
Actualmente sus nietos María y Agustín reciben a los visitantes en Rincón Chico, entre ellos muchos extranjeros que buscan recrear la vida de los criadores de ovinos y productores de lana.
Pero fueron las enormes ballenas francas, cetáceos que cíclicamente visitan las costas peninsulares, y una exótica fauna de pingüinos, elefantes y lobos marinos, quienes convertirían a este lugar en uno de los destinos más visitados del planeta, al que la Unesco, en 1999, declaró Patrimonio Natural de la Humanidad.
Mucho de magia debe haber en la pequeña península, entre cuyos médanos aterrizó forzadamente el avión del escritor y piloto francés Antoine de Saint Exupery, quién atrapado por la sensación de soledad de la meseta patagónica imaginó allí las aventuras que plasmó en El Principito, uno de los libros más leídos del mundo.
La estancia Rincón Chico ocupa un extenso litoral de playas, algunas mansas y otras bravas, y es la única con un apostadero propio de elefantes marinos y un asentamiento de lobos machos.
Don Félix fue uno de los primeros habitantes de esa lengua de tierra de forma caprichosa que se adentra en el océano, y cuentan que para mirar el mar, un disfrute obsesivo, construyó su primera casa en la orilla y allí comenzó a imaginar la otra, la principal, con una galería de madera clara, estilo galés, y una salamandra para ahuyentar los fríos del invierno. Esa fue Rincón Chico.
También se sabe que al llegar a esas tierras extrañas el vasco eligió una playa del Golfo Nuevo, donde ahora se levanta el poblado de Puerto Pirámides, y buscó mitigar la nostalgia en las cuevas de rocas naturales. Mucho tiempo después un grupo de marinos bautizaron ese lugar como Punta Olazabal.
Mientras tanto sus ovejas se multiplicaban y con ingenio construyó un bañadero para la hacienda, donde curaba la sarna de los animales con agua marina. Pero esa vida sosegada terminó cuando llegó una empresa salinera de Buenos Aires que se instaló en tierras fiscales, usando el lugar como puerto de embarque de su producción, ya que la sal se cotizaba muy bien en Europa.
Las historias de aquellos tiempos las suelen contar los peones cuando les enseñan a los turistas a realizar tareas rurales. Les explican cómo se hace la señalada de los corderos -con una marca en la oreja- y revelan que nunca se esquilan las ovejas mojadas.
Mate y tortas fritas
Los trabajos en Rincón Chico comienzan muy temprano y siempre con un rito ineludible: el mate de bombilla y las tortas fritas. Sólo después de la mateada un vehículo los lleva hacia los acantilados de Pico Lobo, donde algunos inician un trekking a playa de Pedregullo, atravesando médanos y cañadones, un camino en el que se encuentran guanacos, maras y ñandúes rapidísimos.
Por esas mismas tierras pastaron los 20.000 lanares, los 500 vacunos y los 150 yeguarizos que llegó a tener el vasco Olazabal, que también integró la sociedad Betelu Hermanos, en ese entonces el principal almacén de ramos generales de Puerto Pirámides. Eran los tiempos en que afianzó su amistad con Gumersindo Paz, quién ya vivía en esas tierras inhóspitas, y con Juan Tolosa, su compañero de aquel arreo que comenzó en la lejana Tandil.
A Rincón Chico se puede ir a pasar el día, o visitarla sólo por la mañana o por la tarde, pero quedarse dos días completos es según los anfitriones "el tiempo ideal para conocer todo".
También para dedicarse a observar pájaros, una pasión que convoca a muchos ornitólogos a explorar las escondidas cuevas de los acantilados. Por allí también se encuentran utensilios indígenas, puntas de flechas, hachas y raspadores, y esas extrañas piedras, los sobadores, redondas de un lado y planas del otro, que los indios usaban para alisar el cuero de los elefantes marinos.
Tampoco faltan los sabroso corderos al palo, que se asan lentamente, mientras los peones, muchos descendientes de galeses, descifran para los visitantes el mensaje secreto de las piedras.
Muy lejos de aquellas estancias decoradas con mayólicas españolas y mármoles de Carrara, que signaron buena parte de la historia de la Argentina, los hacendados de estos tiempos, devenidos anfitriones turísticos, comparten reliquias familiares y cuentan historias de fortines y de luchas despiadadas.
De la historia de tesón y amor del vasco Olazabal quedaron sus binoculares, un Winchester 44, un cuchillo de plata y fotografías. Y también el alambique del siglo XVIII con que el que elaboró vino, sidra y grapa para alegrar el corazón de los amigos, y la fonola marca Víctor, de 1915, que remite a bailes y alegrías.
Sólo falta que la cueva del vasco Olazabal sea declarada Monumento Histórico Provincial y tenga su merecida placa. Desde Punta Olazabal los visitantes que llegan a Puerto Pirámides miran las ballenas y escuchan estas historias. Están en el mayor zoológico natural y continental de fauna marina del planeta.