Al leer la nota en el suplemento de Turismo de La Capital se me agolparon en un instante un sinfín de recuerdos. Fue en enero de 1967. En aquella época los viajes de fin de curso de la escuela secundaria no eran a Bariloche, y a un grupo de mi curso (5º año de la Escuela Justo J. de Urquiza) se nos ocurrió ir a Piriápolis.
Desde el comienzo fue una aventura: cruzar juntas el Río de la Plata, en un barco que también transportaba vehículos, y que no se caracterizaba por la suavidad de su travesía. Sus meneos descompusieron a más de una.
Desembarcamos en Montevideo, dimos un paseo por el centro comercial, que según recuerdo era más "paquete" que el de Rosario, y luego en un micro partimos hacia Piriápolis, a 100 kilómetros aproximadamente. El paisaje era diferente al de nuestras llanuras, eran tierras más blancas, más despejadas, salpicadas a veces con palmeras.
En un par de horas llegamos, al fin, a la ciudad prometida.
Confiterías bailables
Nos impactó el Hotel Argentino, donde nos hospedamos. Tenía hasta jóvenes ascensoristas con elegantes uniformes y gorrita. Las habitaciones (dobles) tenían amplios balcones que daban al mar. Ahí, a un paso, parecía que podíamos zambullirnos sin cruzar la rambla.
Recuerdo que una de las excursiones fue escalar un cerro, creo que el del Inglés, que tenía una enorme imagen de un santo en la cima. No todas llegamos hasta arriba, pero la aventura fue divertida.
De noche íbamos a las confiterías bailables y lindos chicos que esperaban la puerta para ver cuál de los locales elegíamos.
Pero lo que más recuerdo, y no lo olvidaré en mi vida, es el mar: azul, envolvente, que acariciaba suavemente las blancas arenas, sorteando nuestros cuerpos sin olas agresivas. Un sol luminoso nos acompañó los diez días de nuestra estadía.
Esta ciudad tranquila, acogedora, fue el marco ideal para nuestras travesuras, confidencias, vivencias compartidas que se funden en mi recuerdo con un mar azul y muy tranquilo.
Liliana Angela Lapetina