Año CXXXVI
 Nº 49.720
Rosario,
domingo  12 de
enero de 2003
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La Carolina / San Luis
La fiebre del oro
El pueblo minero, habitado por 200 personas, está ubicado a 85 kilómetros de la ciudad de San Luis

Corina Canale

En el cálido refugio de madera y piedras, al final de la única calle del pueblo, angosta, de tierra y silenciosa, los que van hacia las entrañas del Tomolasta se prueban cascos y botas. Ese mediodía el sol cae suave sobre La Carolina, el pueblo minero de San Luis donde hace 200 años se instaló la fiebre del oro.
Dicen que cuando el marqués de Sobremonte se enteró del yacimiento aurífero mandó gente de su confianza a proteger la riqueza encerrada en el Tomolasta, el cerro de poco más de 2 mil metros de altura al que llaman "animal que tumbó las astas".
Muy poco ha cambiado desde entonces; tal vez la emoción de este grupo de turistas, en los albores del siglo XXI, no sea tan diferente de la que experimentaron los hombres que llegaron siguiendo una esperanza, una quimera dorada. Un sueño que duró hasta 1950, cuando la explotación se abandonó porque las inversiones ya no justificaban el oro que no extraían, que el Tomolasta se empeñaba en esconder. Pero las ventas no están agotadas y aún hay riquezas esperando otra epopeya.
Pablo y Carina son dos de los seis jóvenes, guías y técnicos en turismo, que de alguna manera también han emprendido una epopeya que comenzó con la construcción del refugio, sede de Turismo Minero Hueyas, que todo el año lleva a los visitantes hacia el fascinante mundo de la vieja mina. Un circuito debidamente inspeccionado por la Dirección de Minería.

Sin rigor histórico
En la historia de La Carolina no hay mucho rigor histórico; algunos dicen que Sobremonte, en ese tiempo intendente gobernador de Córdoba y Tucumán, había bautizado al pequeño enclave con el nombre femenino de su soberano, el Rey Carlos III de España.
Tal vez eso fue lo que le dijo el marqués a su señor, pero como ese era el nombre de su hija, las dudas y las sospechas nunca se disiparon. Lo que sí es cierto es que el marqués comisionó a don Luis Lafinur para que investigara si eso del oro era cierto, y como sí lo era, le ordenó dirigir las primeras obras. Y fue así que en 1797, cinco años después de la fundación de La Carolina, en el entonces próspero y bullicioso poblado, nació Juan Crisóstomo Lafinur, entrañable poeta y filósofo.
Cuando el grupo de turistas se pone en marcha, cascos en mano, mucha expectativa, el mito ancestral de que las mujeres no entran a la mina va a hacerse trizas una vez más. Claro, esta mina no es el esforzado y peligroso ámbito de trabajo al que descendían los hombres llevando picos, sino un paseo, una recreación turística.
Cuentan que el origen del mito en estas tierras se originó en la Pachamama, la Madre Tierra, que vaticinaba desastres y derrumbes si una mujer ingresaba a las oscuras galerías. Esa tradición la siguieron los españoles hasta 1810, y también las empresas inglesas que llegaron a mediados de ese siglo a abrir túneles en la roca.

Alamos y sauces
En el camino hacia la bocamina, unas cinco cuadras, se encuentra el túnel más cercano al poblado, tapado por un derrumbe de tierra, en el que se ven los arcos de madera de un viejo apuntalamiento.
El sendero sigue el curso de un río, un brazo del río Grande, que sube y baja, se acerca y se aleja, donde sólo el color de las verbenas, pequeñas florcitas silvestres coloradas, violetas y amarillas cortan el paisaje. Por allí hay muchos álamos, algunos negros, sauces criollos, acacios y pajonales bajos y ralos.
Y hacia ambos lados hay pircas de piedra laja, apiladas con prolijidad, sujetas unas a otras por el ingenio del hombre y sin argamasa. Una técnica que es a la vez muy vieja y aún vigente, ya que los "pirqueros" construyen por allí cercos y corrales.
También hay ruinas de la época de la explotación, algunas de sitios amplios, tal vez donde se guardaba el mineral extraído, y otras de simples y pequeñas viviendas que los mismos mineros construían para descansar de las arduas jornadas de trabajo.
La guía cuenta que también abundan los "pirquineros", gente que además de sus tareas habituales busca en los ríos el polvo de oro que baja mezclado con arena. Es un trabajo artesanal que hacen con un colador al que llaman "desluz". Pero no llegan a realizar el proceso de purificación porque venden el polvo de oro en los negocios del pueblo, a unos 20 pesos por gramo. Y se sabe que con suerte sacan un gramo cada dos o tres días.

Túnel de 250 metros
En la puerta de la bocamina el grupo se acomoda los cascos y avanza, detrás de la guía, por un túnel recto de 250 metros. Ese camino ni siquiera tuvo que ser apuntalado porque las rocas están firmes, naturalmente compactadas. Cuando los ojos se acostumbran a la penumbra se encienden las luces de los cascos y las formaciones de estalactitas demuestran la estabilidad de esos viejos túneles.
Allí la temperatura oscila entre 15 y 20 grados y ayuda a conservar las formaciones naturales. Predominan los colores amarillos del sulfato ferroso y el óxido de hierro, y aparecen también los rojizos y los marrones.
Y en el techo abovedado se ven pequeñas lucecitas plateadas, que en realidad son gotitas de agua en proceso de condensación y que ya concentran minerales. De ellas, ya cristalizadas, surgen las estalactitas, que apenas crecen un centímetro cada cien años.
Hay que avanzar con cuidado por ese suelo anegado y sentir que más allá de los pajaritos que anidan en la entrada, en ese mundo de rocas frías el silencio se siente mucho. Algunos túneles secundarios desembocan en la galería central, y adentrarse en ellos es perder todo contacto con el exterior, con la luz tenue que aún a la distancia muestra la entrada de la mina.
Entonces la guía propone apagar las luces y afrontar toda la oscuridad. La experiencia es tan conmovedora como única.
La Carolina tiene una sola calle, la 16 de Julio, día de Nuestra Señora del Carmen, y en la capilla de la virgen hay dos campanas de fines del 1800. Y sobre un promontorio de piedras, a mitad de esa calle, está el monumento al minero, una escultura de tamaño natural inspirada en Victorio Miranda, uno de los primeros trabajadores, cuya mujer, Carmen, aún está allí.
En Carolina, donde viven apenas 200 personas, no hay cine ni vida nocturna, pero sí casas de piedra y adobe sin ventanas. Además de El Tomalasta y La Casa de Omar, donde sirven un exquisito chivo con chanfaina.
La gente joven se ha ido buscando una vida mejor y sólo en el verano, cuando vienen de vacaciones, el lugar abandona el letargo del invierno, la estación que llega con temperaturas nocturnas que descienden hasta los 15 y 18 grados bajo cero.
También en el verano, en febrero, llega con toda su alegría el Festival del Oro. Visitar San Luis y no llegar a La Carolina es desconocer aquella época dorada que aún añoran los viejos habitantes.



En las minas abundan los matices amarillos ferrosos.
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