La industria vitivinícola argentina espera alcanzar en el año 2020 una participación del 13% en las exportaciones mundiales. La meta parece lejana si se tiene en cuenta que hoy no llega al 1,5% pero se torna creíble cuando se repasa la profunda transformación del sector en la última década.
De hecho, en 1987 la Argentina exportaba vinos por 8 millones de dólares y este año promete cerrar las cuentas con un nivel de ventas al exterior superior a los 140 millones de dólares. Con un componente adicional: el 60% de los embarques corresponden a vinos finos con marca, con un promedio de precios de 25 dólares por caja. Hoy por hoy, 60 bodegas argentinas están exportando a más de 60 destinos distintos, entre los que destacan EEUU, Inglaterra, Holanda, Brasil y hasta Japón.
"Este salto exportador empezó a mediados de los 90. Antes la Argentina exportaba sobrantes, pero la modernización tecnológica de la industria y la labor de promoción permitieron comenzar a conquistar mercados con productos de alta calidad", señaló Juan Carlos Pina, gerente de Bodegas de Argentina, entidad que surgió del Centro de Bodegueros de Mendoza y la Asociación Vitivinícola Argentina, y que participa junto a organismos públicos y privados del plan estratégico para el sector.
Este plan tiene ya dos años de vigencia y su diseño está inspirado en el modelo utilizado por Australia. Aunque ese país exporta siete veces más que la Argentina, ambos tienen algo en común: integran el lote de "nuevas potencias" vitivinícolas, junto a Chile, Nueva Zelanda y Canadá. Los créditos locales corren desde el fondo pero avanzan con paso seguro. Apuestan, como señala Pina, a imponer "nuestra excelente relación precio-calidad". Precisamente, en los primeros días de diciembre coronarán este posicionamiento al ingresar como miembro pleno al Grupo Mundial del Comercio Vinos, que integran estos países del "nuevo mundo" y que es una suerte de Grupo Cairns de esta actividad.
Esta situación era impensable hace poco más de dos décadas, cuando el mercado nacional todavía consumía 90 litros por habitante por año, fundamentalmente de vinos de mesa. "Eran tiempos en los que no había una gran diferenciación y todavía se llevaba vino a granel en tren a Buenos Aires", recuerda Arnaldo Gometz, gerente comercial de la bodega Catena Zapata.
Prácticamente todo se destinaba al mercado interno que, aún hoy, sigue absorbiendo el 90% de la oferta. Es que Argentina no sólo es el quinto productor de vino, también es el sexto consumidor, a partir de un hábito incorporado por el peso de la inmigración europea.
La reconversión
El tema es que en los 80, en los albores de la globalización, la introducción de nuevas pautas culturales que incluyeron desde la mayor urbanización y el ingreso de la mujer al mundo del trabajo, hasta las comidas rápidas y la cultura light, la demanda comenzó a desplazarse. La tradicional mesa familiar, donde el vino reinó por décadas, comenzó a discontinuarse al mismo tiempo que creció el consumo de bebidas que se adaptaron mejor a los nuevos paradigmas, como la cerveza en consumos extrahogareños y jugos y las gaseosas en el consumo familiar.
Un proceso que no fue sólo local sino parte de una tendencia global. Quizás sí el dato específico fue que en el país comenzó a percibirse la necesidad de dar un salto de calidad en el producto, hasta entonces aletargado por la producción indiferenciada.
En los 90, cuando el consumo ya estaba en los 40 litros por cabeza y la concentración de la cadena comercial agregaba un dolor de cabeza a los productores, se inició el camino de la reconversión. "En esa década se invirtieron 1.900 millones de dólares, el sector incorporó tecnología gracias a la baja de aranceles y la estabilidad cambiaria, y desde el 95 comenzó a exportarse en forma seria, las empresas comenzaron a participar en ferias internacionales y los vinos argentinos a ganar premios", recordó Pina.
La llegada de inversores extranjeros y las fusiones y adquisiciones entre las locales modificaron el mapa del negocio. "Hasta la década del 70 se apuntaba al volumen y había menos diferenciación por calidad, luego llegaron las inversiones, hubo que traer uvas, tener buenas plantas, buenos clones, mayor densidad de plantas por hectáreas", recordó Gometz.
El resultado, comentó Pina, fue la salida al mercado de una "gama amplísima de productos de calidad y precios" en el segmento de vinos finos, que pasaron del 8% al 28% de participación en el mercado. Esta recomposición compensa en valor la caída del consumo global, que está hoy en 35/37 litros por habitante, probablemente en un piso.
Un nuevo consumidor
En el medio, y en parte también bajo el influjo de la convertibilidad y la apertura, el consumidor fue cambiando. Se generó una cultura del vino, con revistas especializadas, cofradías de tomadores y restaurantes especializados, con mayor acceso a la información. Juan Yacob, de la Sociedad de Honorables Enófilos, cofradía rosarina que realiza presentaciones de bodegas a un ritmo de una por mes en la ciudad, destacó la importancia del canal directo establecido entre los productores y los consumidores. "Se va creando el mercado porque la gente hoy sabe más de vinos y explora buscando una relación adecuada entre calidad y precio", señaló.
"Esta cultura, más la variabilidad de la oferta, creó un consumidor muy curioso, que está siempre buscando cosas distintas. El que fuma, fuma una marca pero el que toma vino va investigando", acotó Pina, de Bodegas de Argentina.
El gran perdedor en este proceso fue el común o de mesa. Aunque sigue absorbiendo el mayor volumen, es en el segmento de los finos donde está el grueso de la facturación y la gran pelea. Una gama quizás demasiado amplia en la que "conviven" productos de 2 pesos hasta los llamados premium.
Con estrategias distintas de especialización, la mayoría de las empresas produce marcas para cubrir todos los segmentos. Pina no ve que esa dinámica termine por canibalizar el mercado porque "cada vino es único e irrepetible".
Para Yacob, menos que por la guerra de precios "la gente se guía para consumir por una adecuada relación precio-calidad, si paga cuatro pesos, quiere pagar por una calidad de cuatro pesos".
Aún así, hay empresarios del sector que comienzan a poner sobre la mesa la necesidad de debatir sobre nuevas formas de categorización del producto. Mientras tanto, el sector pasó a la ofensiva y, buscando tomar revancha de las bebidas que capturaron el mercado de los jóvenes, las empresas comenzaron a sacar vinos más "frescos" y hasta con burbujitas, intentando conquistar a aquel consumidor que se ubica levemente por encima de los 25 años.
La variabilidad de la oferta también tiene su expresión en el desarrollo de las bodegas boutiques, que apuntan a posicionar vinos casi artesanales, más por marca que por precios, que también están apostando a la exportación.
La marca argentina
La estrategia, en todos los casos, es convertir al vino fino argentino en una marca global. No quieren repetir la experiencia chilena, que produce lo mejor para la exportación y terminó ubicándose a nivel mundial en un segmento de bajo precio.
"No hay espacio en Argentina para diferenciar los mercados, mal podés pedir que te valoren el vino afuera si lo que se vende en casa no es de calidad o tiene una calidad inferior", señaló Gometz.
La "marca argentina" que las bodegas quieren imponer en el mundo va más allá de la calidad. También apuntan a diferenciarse. Enrique Thomas, director del Instituto Nacional de Vitivinicultura, señaló que "Argentina es la síntesis de las variedades que trajeron los inmigrantes europeos con la tecnología americana, por eso estamos desarrollando denominaciones de origen para que se valore que, por ejemplo, un vino de Cafayate es único en el mundo".