Al público le pasa lo mismo. Cumple con el ritual sagrado de colmar la cancha (ayer la televisación en directo restó concurrencia, pero igual el marco fue importante), realiza el trascendente acto de alentar al equipo para que se sienta protegido, contenido desde afuera. Pero después decae al ritmo del desarrollo. O mejor, responde de acuerdo a lo que les transmiten desde adentro de la cancha. Pero ayer fue diferente, hubo sustanciales cambios en la actitud de los hinchas. Alentaron hasta donde pudieron, pero por más empeño que pongan, a veces es muy difícil despojarse de la falta de respuesta, involuntaria por cierto, de los futbolistas. El silencio sepulcral que acompañó los últimos minutos del encuentro fue todo un anticipo de que llegaría una despedida diferente a las anteriores para el equipo de Menotti. La sensación es que el colchón que Central obtuvo en el clásico ya quedó demasiado chatito. La tolerancia empezó a escasear por una cuestión muy lógica. El promedio acosa y los partidos pasan. Es cierto que falta casi un campeonato entero, pero la preocupación se instala ante cada tropezón. Central fue despedido bajo un inédito coro de silbidos tras empatar 2 a 2 con Huracán. Es más, el equipo se agrupó como siempre para saludar a la tribuna, pero no encontró ninguna respuesta que traspusiera el alambrado. Peor todavía. Aquellos plateístas que osaron aplaudir al equipo debieron darle explicaciones a los propietarios de la silbatina que inundó al Gigante, por primera vez en el Apertura, de preocupación y angustia.
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