Año CXXXV
 Nº 49.301
Rosario,
jueves  15 de
noviembre de 2001
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Un caramelo y un bastonazo

Rodolfo Berdández

Identificado con buena parte de la gloria de Boca y con festejos imborrables de San Lorenzo, murió ayer un personaje sin par del fútbol argentino: Juan Carlos Toto Lorenzo, un técnico a la europea, un rey de gestos y guiños, una marca registrada capaz de generar amores u odios, jamás indiferencia.
Para un periodista, cubrir un partido de aquel Boca ganador de la Libertadores y la Intercontinental era tan jugoso como el paso posterior por los vestuarios para encontrarse con alguien que manejaba como pocos el juego con la prensa y era capaz de armar un sketch para cada respuesta.
Tenía adoradores de su estilo y, obviamente, detractores. Hoy lo definirían como un resultadista. Eran los tiempos en que arrancaba el jueguito de las veredas ideológicas en cuanto al estilo de juego, esa polémica estéril que aún hoy entretiene y limita a vastos sectores del fútbol argentino.
"Si quieren espectáculo, vayan al Colón", desafiaba a quienes criticaban a su letal Boca bicampeón Nacional, bicampeón de la Libertadores y ganador de la Intercontinental. El se enorgullecía de la maquinita que había montado, y que muchos cuestionaban, pues la vinculaban a la especulación, a caminar por el filo del reglamento, al antifútbol.
Con voz aflautada y rutina de cómico italiano, vivía como pez en el agua en medio de las polémicas, un rubro en el que había por entonces varios pesos pesados, como Angel Labruna, César Menotti o Carlos Bilardo, cada uno con su sello.
Por estilo de juego podía emparentarse con Bilardo, pero el Narigón disfrutaba al explicar lo suyo con lujo de detalles, mientras Lorenzo no se ufanaba de hallazgos tácticos. El Toto era más visceral y se apoyaba en sus guiños, en sus refranes, en esa mirada de costado para radiografiar al periodista mientras venía la pregunta.
Por dominio de la escena, se parecía más a Labruna, pero el Feo lo superaba en calle, en barrio. Lo de Lorenzo tenía más que ver con esfuerzo de laburante, con la disciplina europea con la que se alimentó. Y con Menotti eran agua y aceite, por chamuyo y por paladar para el fútbol.
En tiempos en que la selección no era una prioridad, sino un fierro caliente, dirigió a la Argentina en dos Mundiales. Desde entonces, lo identificaron con jugadores esforzados y respetuosos, pero un día se descolgó con que le gustaría dirigir a uno de otro palo, nada menos que René Housemann, el más genial y, a la vez, el más díscolo. Lo tomaron en broma y le preguntaron cómo haría para ponerlo en vereda y sumarlo a sus rígidos esquemas de juego. Se encogió de hombros y respondió: "Un caramelo y un bastonazo".
Pero por más fanático que fuera con el sistema y el esfuerzo, tampoco comía vidrio. Cuando llegó a Unión para la campaña de ascenso de 1975 lo hizo con un plantel totalmente nuevo. De los que estaban en el club e iban camino de quedar libres, sólo rescató a uno: era Leopoldo Jacinto Luque, que luego fue figura, de allí saltó a brillar en River y enseguida a la selección argentina campeona mundial de 1978.
Hacía rato que la prensa sólo lo consultaba para evocaciones, pues su protagonismo real había terminado en los finales de la década del 80. Su lenguaje actual, desde la vejez y la enfermedad, distaba mucho de ser el que había tenido. Hacía rato que ya no se reconocían en él las huellas del espectacular personaje que fue.


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