 |  | Editorial Vigencia de un despropósito
 | Muchas veces, se sabe, las cifras lo dicen todo. Aquí van, entonces, como el botón que, por una vez, se erige en la muestra completa: veinticinco mil candidatos, distribuidos en cuarenta y un sublemas provinciales, trece departamentales y doscientos setenta y nueve distritales. Tal es la ingente cantidad de postulantes que inscribieron sus nombres ante la Secretaría Electoral de la provincia de Santa Fe con vistas a los comicios del 14 de octubre próximo. Todo un desafío para los indefensos votantes. Simplemente, orientarse en esa profusa maraña de nombres constituirá una misión de difícil cumplimiento. Otra proeza de barroquismo inútil; una nueva exhibición del despropósito que significa la ley de lemas. Lo más curioso del caso es que la enorme cantidad de competidores en las inminentes elecciones dista de haberse convertido en un récord. En realidad, de ese patético privilegio gozan los comicios de 1991, 1995 y 1999, cuando además de los cargos municipales y comunales se definieron los puestos legislativos provinciales, así como los de gobernador y vicegobernador. Pero no hace falta que el hecho se escriba con letras de molde en las páginas del libro Guinness para interpretar su real significado. Y, luego de hacerlo, comprender que escapa de las más elementales reglas que al sentido común atañen. En efecto, dentro de una Argentina en la cual la política se ha transformado, tristemente, en el marco que otorga forma a notorios contenidos de inoperancia o indiferencia, la laberíntica norma electoral que rige en esta provincia debe ser considerada, mínimamente, como obsoleta. Es que muy lejos se halla de los saludables atributos de transparencia, sencillez y funcionalidad que debería ostentar una ley de este tipo. Por el contrario, su abismal complejidad se caracteriza por sumir hasta a los sufragantes más ilustrados en un mar de profundas confusiones. Las razones que justifican su permanencia no son a esta altura atendibles y se relacionan con los peculiares tiempos de la política, tan distantes últimamente, en este país, del ritmo que marca -y necesita- la sociedad. Por ese motivo cualquier argumento que se esgrima dejará demasiado que desear si es que se aspira a que funcione con cierto éxito en el arduo terreno de las explicaciones. Lo más lógico, por ende, sería callar y, así, otorgar. A fin de que en el futuro más cercano que se pueda, la ley de lemas -ese farragoso resto del pasado- se convierta, para beneficio de casi todos, en pasto que consuma el olvido.
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