"Nos quedamos angustiados y nunca sabemos qué pasó después de que la persona corta la comunicación, pero también hay algunas gratificaciones". Así sintetiza su trabajo uno de los voluntarios del Centro de Asistencia al Suicida (CAS), que prefiere resguardar su identidad. El centro comenzó a funcionar en 1988 y actualmente cuenta con cerca de 60 voluntarios, que son preparados en un curso de seis meses antes de comenzar a trabajar. El coordinador del CAS, Raúl Giovagnoli, asegura que "ninguno de los voluntarios sabe realmente por qué llegó acá. Y cuando descubren el motivo, se van". El operador, que atiende el 4381000, asegura irónicamente que ya tiene "varios llamados encima", pero aclara que siempre le queda "ese gustito de que se podría haber hecho algo más". Van a hacer ocho años desde que colabora en el centro y dice que si le preguntan por qué está allí, esgrime la excusa de que es porque estudia psicología y busca adquirir cierta práctica. "Y aunque eso es cierto, digo que es una excusa porque la razón más íntima y el motivo verdadero uno no lo sabe", admite. El voluntario dice que hay varias reglas de oro que se deben respetar a la hora de atender el teléfono. "Nunca hay que mentirle al que llama y hay que mantener el anonimato, que tiene una doble función. Primero, el hecho de que no haya contacto cara a cara hace que muchos te cuenten cosas que no contaron nunca porque saben que no te van a hablar nunca más o que nunca te van a ver. Y además, nosotros no nos identificamos para no poner en juego cosas propias, como nuestro nombre y nuestra historia". Recuerda que el caso que más lo conmocionó fue "el de una nena muy chica que llamó al servicio" y asegura que "la responsabilidad es muy grande". Pero aclara: "No hay que personalizar el llamado para poder contener sin involucrarse. Hay que pararse objetivamente para dar una oportunidad al que llama: si no hacés eso, te ponés a llorar con él y nos matamos los dos. Y esa no es la idea".
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