Extensos plantíos de encinas, olivos y alcornoques, ondulando interminables hacia arriba y hacia abajo según los caprichos de la Sierra Morena que se recorta oscura sobre el cielo claro. De tanto en tanto, un pequeño grupo de construcciones dominado por una principal, muros blancos a la cal y naranjos y limoneros en derredor interrumpen la monotonía de la campiña: son los "cortijos" o fincas donde viven los propietarios y los empleados de estos latifundios. También hay toros -toritos bravos- que pastan plácidos, y cerdos glotones de bellotas bajo las encinas: manchando la arena de la plaza de una "buena tarde" dedicada a la Virgen de la Macarena terminarán los primeros, en preciadísimo jamón de bellota, manjar típico de sabor suave y profundo, los segundos. Así comienza a meterse esta tierra andaluza en el cuerpo y en el alma de quien llega desde el norte.
Desde la Sierra Morena hasta el mar, y abarcando la casi totalidad del litoral sur de la península desde Portugal hasta la bella Almería, Andalucía se despliega en toda su variedad y su riqueza, inaferrable e indescriptible en la simplicidad de algunos trazos, aun cuando la consabida universalidad y grandeza de sus ciudades y de su historia nos tienten a hacerlo.
El encuentro de Oriente y Occidente
Andalucía es Al-andalus y si bien su historia comienza ya en la Antigüedad con los fenicios y después prosigue con la invasión cartaginesa y con los asentamientos romanos, fueron los árabes quienes se enseñorearon de su territorio durante 800 años cambiando definitivamente el aspecto hispano, hasta que finalmente, Boabdil, el último sultán del reino de Granada, cede la Alhambra a favor de los Reyes Católicos, último bastión de la dominación islámica, en el mismo año que Colón partía con destino a las Indias Occidentales.
Se habla de dos Andalucías, la árabe y la que surge y se impone con el avance de la civilización cristiana, portando consigo el desarrollo de toda una variedad de estilos a través de los siglos. Una mezcla de admiración, asombro y perplejidad se apoderan del visitante cuando se halla ante estos contrastes: el estilo nazarí junto al gótico, el colorido de los mosaicos bizantinos junto al abigarrado barroco de los altares, la sobriedad y el recogimiento de las mezquitas y la magnificencia renacentista de las catedrales.
Cada rincón, cada palmo de Andalucía expresa el encuentro y la fusión de estas dos culturas, pero también el desencuentro y el contraste entre lo islámico y lo cristiano. Muestra de ello es el estilo arquitectónico mudéjar y almohade que domina sobre palacios, torres y murallas, compitiendo con la "versión cristiana" de los mismos, que los arquitectos más talentosos de Occidente fueron capaces de concebir. Puede ocurrir también que un antiguo alminar se convierta en campanario como la increíble Giralda, devenida símbolo de Sevilla.
Pero quizá la expresión más contundente de este contraste lo represente nada menos que la irrupción de una majestuosa catedral que, trepando hacia las alturas celestiales, surge desde el corazón silencioso de un bosque de columnas frondoso de arcos, como queriendo indicar un único punto posible en su incesante repetirse: la Meca. Se trata de la mezquita-catedral de Córdoba, única en Occidente e incomparable por su grandeza e importancia.
Pero, además, el visitante rioplatense o pampeano no puede dejar de notar que en Andalucía también el castellano se reencuentra fonéticamente con la lengua de la que es en buena parte heredera; de repente todo lo que allí surge como significativo parece resonar en esa cadencia: una fortaleza en lo alto de un promontorio es una alcazaba, la residencia del monarca es el alcázar, los espejos de aguas que adornan los jardines de los palacios son las albercas.
Sin embargo, la peculiaridad y riqueza de esta tierra también es deudora de otros pueblos y culturas. Andalucía es un frondoso árbol de muchas ramas y profundas raíces: durante siglos árabes y judíos convivieron y compartieron los mismos espacios. Al pie de los palacios nazaríes en Granada, o alrededor de los muros de la gran Mezquita de Córdoba, así como en torno a los alcázares reales de Sevilla, encontramos estas joyas urbanísticas que fueron las antiguas juderías. Barrios encantadores de callecitas estrechas y retorcidas que parecen encontrar respiro en pequeñas plazas pobladas de naranjos, edificios de muros altos y encalados que se levantan en torno a hermosos patios interiores. Hoy, muchas de ellas se han transformado en exclusivos hoteles o excelentes restaurantes donde se pueden degustar platos típicos y vinos preciados.
Granada: los gitanos
Cuando Isabel la Católica necesitó de hábiles herreros y hombres diestros en el manejo de los caballos para incorporar a sus tropas que sitiaban Granada llamó a los gitanos, quienes hasta entonces habían vivido en total libertad bajo el dominio árabe, instalados en las cuevas del Sacromonte.
Ya desde aquellos días este pueblo nómade de misteriosos orígenes y peculiares costumbres comenzó a formar parte de la tierra andaluza, y si bien en los siglos sucesivos se aprobaron distintas leyes que prohibían la vestimenta, la lengua y las costumbres gitanas con la excusa de buscar su completa integración, éstos -como en otras partes del mundo- han mantenido una relativa autonomía, aun pagando el precio de la marginalidad y la discriminación.
En Granada el espíritu gitano es inherente a la gracia, al estilo y al misterio que siempre han caracterizado a esta ciudad, y donde mejor se los puede palpar es, indudablemente, a través de su música y su baile. Nada mejor entonces que aprovechar la ocasión para disfrutar de un auténtico zambra ofrecido por excelentes bailarines y músicos pertenecientes a las distintas familias o clanes artísticamente más tradicionales; los más atrevidos pueden participar de esta fiesta morisca o gitana directamente en las cuevas que todavía -se dice- habitan algunos de los gitanos del Sacromonte.