Año 48.998
 Nº CXXXIV
Rosario,
lunes  15 de
enero de 2001
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Central. Dueño del talento de un elegido, el volante está ante una gran chance
Gustavo Arriola: Obligado a ser crack
Con un pasado bravo de tentaciones en la villa, el jugador canalla sabe que no tiene margen para dar otro paso en falso y sentencia: Todavía no demostré nada, necesito continuidad

Mauricio Tallone

Miralo al pibe. Allí va, ¿Cómo hace? Dibuja garabatos sobre el verde césped. Salta serruchos, desconecta taladros, los rivales no lo pueden agarrar. Allí va, con su displicencia a cuestas, bocetea planos de arquitectura. Diagonal para acá, firulete por allá. Y se presume crack y llama a esa novia blanca y le da besos con los pies. Y juega, como todo pibe. Señores, bienvenidos a la fascinante historia de vida de Gustavo Tom Arriola.
-¿Cómo surgió el sobrenombre de Tom?
-Por mi hermano, como a él le dicen así, la gente empezó a apodarme de esa manera. Mi hermano jugaba a la pelota en un equipo que se llamaba Grandoli, de la zona sur de Rosario. Y como yo también jugué para ese equipo, me empezaron a identificar con ese apodo.
Gustavo Arriola se esmera en recordar aquella experiencia de uno de sus siete hermanos, mientras posa para las fotos. Mira la cámara, florecen las muecas propias de un pibe atormentado por su pasado y entre toma y toma, un excitado hincha de Central recién llegado de Rosario le pide un autógrafo: Firmame Tom, sos un genio. La alabanza del intruso, hecha con tono afectado, es claramente un intento desmedido de romper el hielo de la situación. Pero la promesa de cabeza rapada no se siente cómodo reparando en el elogio, hoy su mundo interior camina por otro rumbo y prefiere estar seguro de que este nuevo presente está en orden: Hoy me porto bien, tomé verdadera conciencia de lo que significa jugar en la primera de Central.
-¿Por qué, antes no lo sabías?
-No, me mandaba muchas macanas. Faltaba a los entrenamientos, estaba todo el día en la villa con mis amigos. No me daba cuenta de que eso estaba perjudicando mi vida y mi carrera como jugador.
A decir verdad, la vida de Tom no sabe de demasiadas pausas. Las vivencias de un pasado gobernado por la miseria y la degradación se pisan unas a otras, pero él no pone ni el más mínimo esfuerzo en ocultarlas ante la frialdad del grabador: Yo no reniego de lo que fui, por qué voy a tener vergüenza de contar que en mi casa no había guita para comer y que si yo comía, mis siete hermanos (María, Héctor, Noemí, Mónica, Alejandra, Paola y Malvina) se cagaban de hambre.
Cuenta la leyenda que la familia de Tom se instaló en la villa Manuelita, al sur de Rosario, cuando el aspecto de la Tablada distaba bastante del laberinto de precarias construcciones que denuncia en la actualidad. Aquel ondulante descampado fue el escenario donde el pequeño Gustavo mantuvo su primer contacto con la pelota. Un obligado romance a primera vista ya que la economía familiar no daba para juguetes más sofisticados. Mientras tanto, papá Héctor y mamá Isabel se deslomaban de sol a sol y no reparaban en rigores con tal de llevar un pedazo de pan a la mesa. Me acuerdo que mi viejo trabajaba en un frigorífico y nunca estaba en mi casa. Ellos se la pasaban laburando para que yo pudiera juntar las monedas para ir a entrenar y mis siete hermanos tuvieran algo para comer, cuenta Tom, relajado en uno de los sillones del Hotel Intersur y alejado de aquellos días de necesidades y tentaciones.
Condicionado por una infancia y adolescencia vivida en esa geografía cultural, el laberinto de Tom resulta comprensible: todavía le cuesta lidiar con ciertas tentaciones inapropiadas para las coordenadas del fútbol profesional. Es un hábito que el crack canalla dice haber archivado en la biblioteca de su infancia, aunque desempolvar los resabios de aquellos momentos no muy lejanos lo hacen retrotraerse a días en que sólo vislumbraba desazón en el horizonte. Dentro de ese panorama descripto, suena un tanto utópico imaginar al pibe ligado a los libros: Hice la primaria y largué todo. No sirvo para estudiar, además soy medio duro. No veía la hora de terminar séptimo grado para largar, no quería saber nada. Recuerdo que cuando yo iba a sexto, Damián Manso estaba terminado séptimo, lo que pasa es que repetí tres veces un año. Y como suele ocurrir en estos casos, el fútbol se presentó como la escapatoria ideal a un destino encuadrado en la oscuridad.
-¿Alguna vez te pusiste a pensar qué hubiera sido de tu vida sin el fútbol?
-Yo sé lo que hubiera sido, pero no lo puedo decir porque mañana sale en el diario.
-¿Por qué, te da vergüenza?
-No, pero dejalo ahí.
-¿Tenés miedo de decir que hubieras sido un delincuente?
-Y sí, además tengo un montón de amigos y primos que están presos en las cárceles y cuando puedo los voy a visitar. A veces viajo a Coronda o Santa Fe para verlos. Son amigos de la villa que están adentro por robo, falopa y otras cosas.
-¿Alguna vez estuviste preso?
-Sí, pero por agarrarme a trompadas y nada más.
-Con lo que contás, ¿suena raro que no te hayas metido en la droga o en la delincuencia?
-Lo que pasa es que yo estaba con ellos, pero también sabía lo que tenía que hacer. Tampoco te voy a decir que era un santo, pero a mí me gustaba mucho jugar al fútbol.
-¿Te drogaste alguna vez?
-No, nunca. Siempre tuve en claro como era esa historia. A veces los chicos fumaban marihuana o tomaban merca y yo estaba con ellos. Pero nunca me metí en esa, además ellos me cuidaban porque sabían que estaba jugando al fútbol en Central.
-Cuesta entender que nunca te hayas drogado teniendo amigos drogadictos.
-Sí, es cierto lo que vos decís. Yo sé que la gente piensa que yo en algún momento me drogué, pero tampoco les puedo andar explicando a uno por uno que nunca me metí con las drogas.
-¿Y tus viejos te creyeron que nunca te drogaste?
-No, siempre desconfiaron. Pero es la verdad, nunca me drogué.



Arriola descansa en La Cumbre, aunque sólo para las fotos.
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