Mauricio Maronna
¿Para quién gobernó Fernando de la Rúa durante estos 12 meses? ¿Cuál fue la alianza táctica que eligió para equilibrar el malhumor social de los sectores más castigados que, históricamente, cautivó el justicialismo? La falta de respuestas a estas dos preguntas explica la asombrosa pérdida de capital político, que derrumbó como un castillo de naipes aquel ingenioso latiguillo de campaña: Somos más. El gobierno consumió el 25% de su gestión entre ajustes, impuestazos, reducción de salarios, reforma laboral, aumentos tarifarios y rebajas de haberes jubilatorios. Frente a semejante cóctel no hubo publicista capaz de hacerle internalizar a la sociedad que la receta estaba motivada solamente en la herencia recibida. Las medidas impactaron de lleno en la base de sustentación electoral de la Alianza: la clase media. La clase media argentina es aquel conjunto de personas que simula tener más de lo que realmente posee, aspira a un ingreso mayor y se horroriza con sólo pensar que puede llegar a quedarse sin nada, graficó con precisión un sociólogo. Nos dejamos correr por los gurúes vernáculos y el mercadito financiero interno. Incumplimos con todas las promesas, escribió ayer en La Capital el ex jefe de Gabinete Rodolfo Terragno. Con semejante confesión de parte, no hace falta ningún relevo de prueba. El establishment (casi un padre dictador de fin de siglo) es como un pacman irrefrenable que siempre va por más, un paladar que no se empalaga, una mancha voraz. A Carlos Menem le llevó algunos meses descifrar el mensaje que bajaba desde los centros de poder. Cuando captó la señal tiró a la basura la partitura que endulzaba los oídos peronistas y construyó una alianza que lo mantuvo diez años en el poder. Esa desprejuiciada coalición de hecho entre los estratos de mayor poder adquisitivo y los más pobres de la pirámide social calmó a las fieras, aun a cambio de engrosar al ejército de desocupados y convocar a la recesión. La Alianza fue una estupenda construcción que le dio una luz de esperanza a la sociedad que se había hartado del modelo menemista pero que, a la vez, debía superar el mayor desafío: convivir con las diferencias. El portazo de Carlos Alvarez a la vicepresidencia demostró que el objetivo de mínima no fue cumplido. Hoy, lo que está en discusión es el futuro de la propia Alianza. La diáspora entre alfonsinistas, delarruistas, chachistas y flamariquistas esfumó liderazgos y tiró por la borda a dos de los funcionarios más presentables: Terragno y Juan Llach. Más allá de los eternos coqueteos entre De la Rúa y Alvarez, el ex vicepresidente está convencido de que la corruptela política (iluminada a giorno en el Senado de la Nación) y la recesión económica no tienen otro destino que el abismo. ¿Retomará De la Rúa la cruzada chachista contra los vicios de la corporación política? ¿Aceptará girar hacia la izquierda como se lo suplica Alfonsín? ¿Se dejará tentar por los cantos de sirena que imploran por el regreso de Domingo Cavallo al poder? Del contenido de las respuestas depende la continuidad de la Alianza. Más allá de los números (siempre volátiles) que muestran el peligroso declive de la gestión delarruista, el gobierno debería entender que la peor solución es seguir por el aletargado carril que conduce hacia ninguna parte. Voy a ser el empleador de cada argentino que quiere trabajar, el maestro de cada niño, el médico de cada argentino que debe ser sanado, el que le dé de comer a cada chico que tenga hambre. Voy a ser el presidente que empuje a la cárcel a los corruptos, el presidente de una Argentina distinta, de un pueblo feliz, prometió De la Rúa en la campaña. Es hora de empezar a cumplir con el remate de aquel spot publicitario y demostrar que alguien está pensando en la gente. Nadie quiere seguir con esto.
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