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 domingo, 08 de julio de 2007  
Chile: placer en las alturas
Las termas del Chillán son un lugar imperdible para los amantes del esquí y del relax con estilo

Pedro Squillaci / La Capital

Vértigo y relajación. Adrenalina y tranquilidad. El yin y el yan. Dos sensaciones opuestas pueden ser perfectamente complementarias. Y hay un lugar para comprobarlo: Las termas de Chillán, a 1.600 metros sobre el nivel del mar, en Chile. Placer en las alturas y en lo más profundo de cada turista.

Este espacio físico se disfruta mejor desde el Gran Hotel Termas de Chillán, único resort de montaña del país trasandino. Belleza visual, confort y buena atención van de la mano. Y, claro está, si este combo se hace en invierno, se impone el blanco radiante de su majestad, la nieve.

El argentino medio, marca argentino canchero, por así decirlo, dirá “¿para qué me tengo que ir hasta Chile si en Bariloche, San Martín de los Andes o Las Leñas también hay nieve? Error, craso error. El citado complejo, ubicado a exactos 82 kilómetros de la modesta ciudad de Chillán, tiene 10.000 hectáreas en las que confluyen pistas de ski distinguidas a nivel internacional, ya que Chillán fue designada sede del próximo Campeonato Mundial Juvenil de Ski en 2010, y un centro de spa con aguas termales provenientes del volcán, con alto poder relajante.

Es decir, el combo cierra perfecto. Intensidad, velocidad y transpiración al frío equipado hasta los dientes, con pantaloncito, botas pesadas, campera, gorrito, guantes, lentes y toda la indumentaria de ski en la montaña y, diez minutos después, a ponerse la malla para la dama y el shorcito para el La propuesta no es nada despreciable, es más, es una cita con el estado Alfa, en donde no hace falta cerrar los ojos para meditar. Al contrario, hay que tener las pupilas bien abiertas, porque en la pileta del Gran Hotel hay un ventanal donde se ve un paisaje extraído de la mejor postal imaginable, con árboles nevados, montañas que invitan a soñar y una energía casi incomparable. ¿Exageración? No, nada de eso, simplemente una belleza de la naturaleza, ahí, al alcance de la mano.



Experiencia religiosa

El dueño del hotel, José Luis Giner Izquierdo, tuvo una señal al crear este espectacular complejo. “Aquí sentí una energía especial. Tengo formación cristiana y al pensar en un lugar para disfrutar en la montaña sentí que estaba más cerca del Creador”, dijo en una frase mística que cualquier no creyente podría dar por tierra, pero que basta estar allí una mañanita de sol para comprobar que, en verdad, desde allí arriba, y como dice Enrique Iglesias, se siente una experiencia religiosa.Es que sería un despropósito hablar de pasar unas vacaciones en Chillán sin contar de qué manera se disfrutan en este Gran Hotel cinco estrellas, en donde confluye un catálogo de comodidades con las cuales ni el más aburrido puede pasarla mal.

El programa de un día común, bah, común para estos casos, sería así: a la mañana, tipo 8.30, un desayuno americano con todas las especialidades de esa primera comida, la más importante del día. Frutas, huevo revuelto, tortas de chocolate, o bien, tostaditas con jaleas y café con leche con exprimido de naranja.

A las 9.15 despertar muscular en el segundo nivel del complejo de spa; a las 10, a ponerse las raquetas de nieve que se viene una caminata de una hora por la montaña; después, al que le gustan las excursiones riesgosas se puede largar a hacer ski de fondo y, tras experimentar no pocos golpes (no fue el caso de quien escribe, quien decidió desechar esta opción) pasar a una sesión de aquafitness en la pileta termal (opción que, recomiendo, también es ideal para quienes evitaron el ski de fondo).

Al mediodía, todo va mejor con un almuerzo intenso, servido por Mario, quizá uno de los mozos más eficientes de todo Chile (Mario, no hay de qué). Y aquí, vale aclarar algo: la comida en el Gran Hotel es grandiosa, valga la redundancia (alimenticia).

Siempre con la musicalización en vivo del dúo Meridiano, se puede degustar platos fríos, desde sushi hasta calamares pasando por todo tipo de fiambres, quesos, ensaladas y comidas típicas chilenas (es decir, mucho más que una entrada de jamón y ensalada rusa), también se puede sumar una sopa crema de pescados blancos Mathurine, o bien consomé a la crema de espinacas con fideos tostados, y a continuación el menú a la carta, que podría ser una breca dorada al dill, con puré de arvejas al tocino y champiñones de ostra, o bien parmentier de pollo con olivas verdes, alcachofas y champiñones al vino blanco con papas chateau, y por qué no un osobuco de cordero arvejado con flan de quínoa, es decir platos sencillitos, lo que se dice un manjar de los dioses, para seguir con la teoría mística del paisaje.

Claro que después de estar con el estómago bien llenito y degustar algunas de las 300 etiquetas de vinos del lugar (atención argentos, con el carmenere y el merlot chilenos, tiemblan el malbec mendocino y los varietales patagónicos), la vida al aire libre continúa, como se pueda, en el estado que dé lugar, aunque el cuatro no salga del todo equilibrado, hay que seguir disfrutando de las maravillas del lugar.

Y como el movimiento se demuestra andando, pues “andemos”, decía Carlitos Balá, y de eso se trata. Aunque andar no sea de la forma más convencional, sino arriba de un trineo y tironeado por seis perros Alaskan Malamud, toda una travesía digna de un relato más detallado.

Los Alaskan Malamud son una suerte de perros siberianos, pero con una particularidad: tienen 75 por ciento de lobo y 25 por ciento de canino, lo que los hace más resistentes a las condiciones climáticas, especialmente por una grasa protectora que llevan en su cuerpo.

Claro, esta actividad tiene su pro y su contra. Si bien es maravillosa la sensación de ser trasladado por esos seis perros, “en parejita de macho y hembra, para que no se peleen”, como dijo el instructor, lo que demuestra la evidente diferencia con la especie humana; también hay que aguantar el olor de la grasa, que apesta peor que la peor de las transpiraciones, lo que demuestra la evidente similitud con la especie humana.

Los lobos-perros recorren dos kilómetros en un circuito ubicado a 1.300 metros de altura y soportan tranquilamente la carga de los dos turistas de turno, sentados, y el instructor, parado, que no cesa de dar órdenes que son respetadas al pie de la letra por los animales.

Los Alaskan Malamud, dotados de ojos café que les impide que la claridad de la nieve les dañe la vista, son adiestrados durante seis meses, descansan noventa días y trabajan intensamente los otros tres meses del año, soportando hasta 300 kilogramos de peso, toda una hazaña.

Es sorprendente ver a estos animales de qué manera, y en pleno periplo, se detienen cada doscientos metros para hacer sus necesidades. “Es una forma de marcar territorio”, dijo el instructor de turno, mientras gritaba “¡vamos Prince!” y el líder de la banda lobocanina tironeaba y comandaba el batallón, como si se aprestara a dar pelea en la próxima curva nevada.

Cuando el viaje de montaña terminó, todo indica que es hora de volver a casa, es decir, al hotel, que a esta altura, bien alto, ya es como llegar al refugio propio. Y qué mejor que un buen chocolate caliente con una picadita de masitas secas, o bien un trago de pisco, con pororó, papas fritas, maní y pasas de uva. Casi un placer de los dioses (y dale con la mística), y si se disfruta desparramado en un sillón del hall del hotel, con el calor del fueguito de la chimenea y con la vista de una montaña nevada que asoma su cara tras el ventanal al caer la tarde, sería algo sublime, en rigor de buscar adjetivos que caen de rodillas ante la evidencia imponente del paisaje.

Después, qué mas da. Contemplar aparece como la propuesta más atinada. La misma contemplación a la que no se recurre en el resto del año en la ciudad, en medio de los piquetes, obligaciones, horarios, colectivos atestados, olor a asfalto. Lo opuesto a todo eso es Chillán. Blanco y radiante, nieve y sol, ski y spa, caminos paralelos que se tocan justito ahí, en ese preciado lugar del placer. Vale la pena la aventura.


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Chillán se llena de amantes de los deportes blancos.

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