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 domingo, 19 de noviembre de 2006  
Tema de la semana
Elección o plebiscito

Julio Villalonga

Si el candidato es Lavagna, es una elección, de lo contrario, es un plebiscito”. La frase, en boca de un avezado dirigente político, tiene la fuerza de las verdades absolutas. Sirve para delimitar con claridad meridiana los límites actuales de la política. Y para precisar en dónde están parados el oficialismo y la oposición.

  El presidente Néstor Kirchner tiene en claro que, si mantiene a raya la inflación, no se desata una crisis energética o no sucede un “Cromañón” político, el triunfo del oficialismo en las próximas elecciones es inevitable. El problema, en rigor, lo tiene la oposición, que no logra amalgamar un frente para evitar lo dicho al principio, que la elección se convierta en un paseo triunfal del kirchnerismo.

  Hasta hoy, y más allá de los guiños, las operaciones y los gestos, las variantes para articular esa coalición opositora se parecen al juego de los tres vasos. Un prestidigitador parece estar detrás de las distintas alternativas. Y cuando creemos que acertamos el vaso que oculta la moneda, al levantarlo, no aparece nada.

  La discusión entre Roberto Lavagna y Mauricio Macri muestra al primero obsesionado por los “tempos” y el programa, y al segundo —mucho más realista— por definir rápidamente la mejor fórmula para detener la “locomotora K”. Según quien sea el interlocutor, esa fórmula podría ser: Lavagna, presidente; Macri, jefe de Gobierno porteño; Francisco de Narváez, gobernador bonaerense. En este esquema, por ejemplo, piensa Eduardo Duhalde, aquel ex presidente que se había retirado de la política pero al que el hostigamiento kirchnerista devolvió al juego efectivo del ajedrez político.

  Los impulsores de Lavagna, aunque en menor medida que los kirchneristas, creen como éstos que su candidato ayudará a arrastrar votos por debajo y que de ese caudal se beneficiará quien busque la gobernación de la provincia de Buenos Aires. Confían en que la dupla Lavagna-Macri puede conseguir un 30 % de los votos, mientras que los candidatos K, gracias al “voto Plasma”, obtendrían un piso del 40 por ciento. Macri está dispuesto a ceder lo que tenga que ceder, incluso viendo que hoy supera en intención de voto a presidente al ex ministro de Economía. No le simpatiza volver a candidatearse en la ciudad de Buenos Aires, pero confía en sus fuerzas y en la dispersión del voto progresista.

  Ricardo López Murphy, por su lado, ha vuelto a demostrar que no se caracteriza por su cintura política. Si no termina pareciéndose a Lilita Carrió, con su ya eterna “candidatura testimonial”, López Murphy podría adherir a la nueva alianza de centro-derecha como cabeza de alguna lista. Pero parece improbable que lo haga.

  El radicalismo avanza hacia una bifurcación en tres vías, si no en más. Y acompaña a la política tradicional en su profunda crisis estructural, crisis que tiene como telón de fondo al justicialismo, que con todas sus vertientes, liderazgos y defectos mantiene en terapia intensiva al sistema institucional. Por eso, cuando escuchamos a algunos dirigentes de la oposición o a algunos colegas que, por cálculo o convicción, también se pasaron a la huestes del antikirchnerismo, advertir sobre los peligros que enfrenta la democracia, en alusión a las enormes desprolijidades que comete el peronismo en el poder, no podemos menos que señalar que, a pesar de los desaciertos, está claro que no hay agrupamiento político o conjunto de voluntades que hoy se muestre capaz de conducir el Estado sin caer en la anarquía.

  Esto lo saben de sobra los propios dirigentes de la oposición, que hoy apuestan a poner en funcionamiento un germen que con suerte deberían poder activar, apenas, en la próxima elección para recién aspirar a que crezca y se convierta en un organismo vivo a mediados del segundo mandato K. Y aquí llegamos al meollo del asunto. ¿Qué está pasando por la cabeza de Kirchner? ¿Qué quiere hacer el presidente?

  De una compulsa a tres de sus más allegados colaboradores surge que Kirchner tiene la decisión tomada de entregar el poder a su sucesor (o sucesora) el 10 de diciembre de 2007. ¿En manos de quién? Por ahora, de su esposa, a quien ya han comenzado a “limar” desde algunos medios en una campaña que recién empieza. Una presidencia de Cristina Fernández de Kirchner sería “inflacionaria”, según ya se animan a advertir algunos. En rigor, la pretensión presidencial de que dejando la banda en manos de su cónyuge se llenaría de oxígeno nuestra intoxicada democracia, parece cuando menos excesiva. Todos saben que Cristina profesa una admiración casi ciega por su marido y que éste ejerce sobre ella un dominio no sólo intelectual. Cambiar de género no significaría nada.

  La candidatura, en cambio, tendría una ventaja ya divulgada para Kirchner. No debería enfrentar un segundo y, probablemente último, mandato, en el que comenzaría a sufrir desde el minuto cero por el plazo fijo del ejercicio. No obstante, no está dicha la última palabra. Si el presidente llegara a ver que, por cualquiera de los motivos posibles, Cristina no le garantiza el triunfo, habrá tiempo para un “operativo aclamación”, para el que no faltarán voluntarios. Tanto dentro del gobierno como en los sectores empresarios que se están beneficiando como casi nunca antes por la recuperación económica. Para el otoño del 2007, si el diablo no mete la cola, los números pueden darle al Rey la tonicidad muscular necesaria para no tener que trenzarse él mismo en una batalla electoral, se ilusiona. Y allí puede que tome la decisión de utilizar a la Reina.
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