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 domingo, 10 de septiembre de 2006  
Interiores: la voluntad

Jorge Besso

Nada tan decisivo a la hora de hacer las cosas como la voluntad, pues su pérdida es uno de los estados más peligrosos para el ser humano, porque sin ella nada es posible. La voluntad agrupa en sí misma una serie de cuestiones y conceptos que hacen lo posible para su comprensión, y sin embargo no logran del todo despejar su enigma. La psicología clásica la incluye dentro de las facultades del alma, entendiendo el alma en el sentido de la psiquis humana. Dice el diccionario:

  • Facultad de decidir y ordenar la propia conducta.

  • Libre albedrío o libre determinación.

  • Intención, ánimo o resolución de hacer algo. Ganas o deseos de hacer algo.

    Estas definiciones juegan su partido en tres niveles del ser, todas a nivel individual, ya que no hay ninguna alusión a una voluntad general, como cuando se dice que tal proyecto depende de la voluntad política de llevarlo a cabo. Se ve que la llamada voluntad política no ha llegado todavía a las voces que registra el diccionario. Lo que no es de extrañar ya que en general las democracias suelen coincidir en un punto crucial: la dilución de la voluntad política de la gente, voluntad que a la burocracia de los partidos no le interesa promover ni aquí ni allá, y finalmente voluntad que a la propia gente le resulta ajena, sumergida como está en el descreimiento.

    Nos queda entonces la voluntad individual en esos tres niveles, que comienza quizás por la mayor de las facultades: la de decidir y ordenar la propia conducta. Este es un nivel más que interesante en tanto la conducta humana es de un espectro tan grande, que hasta se podría decir que mucho más que el de los antibióticos que son capaces de pulverizar una extensa gama de bichos. Se trata, en suma, de una amplitud tan "amplia" que la conducta propia incluye hasta lo que le es ajeno. Es decir, todas esas cosas que no quisiéramos hacer y sin embargo hacemos como por ejemplo las crónicas postergaciones de lo que queremos hacer y no hacemos, o subir al ascensor en lugar de la fatiga que produce la escalera, o acaso poder disfrutar de la oscuridad al dormir en lugar de espantar a los fantasmas con la luz encendida toda la noche, o tal vez cerrar de una vez la llave del gas en lugar de cerrarla muchas veces, y sin embargo no poder cerrar el temor de haberla abierto sin querer.

    Recuerdo en este punto que en la infancia era más usual que ahora una expresión, seguramente fuera del diccionario, que decía sin querer queriendo. Era la respuesta que se le daba a alguien que había recurrido al expediente de la disculpa cuando habiendo cometido alguna falta se auto disculpaba con el latiguillo de que había sido sin querer. Era el momento en que alguien le retrucaba con el sin querer queriendo, que vendría a ser uno de los tantos ejemplos de las dobleces humanas. Es evidente que la conducta humana es difícil de ordenar, pero aun así, conviene tener presente que la neurosis atenta contra la facultad de decidir con la consecuencia de hacer cosas sin querer, o de hacerlas sin querer queriendo. Nada extraño, no es más que una referencia a todas esas cosas que hacemos sin querer hacerlas, por supuestas obligaciones que en realidad en muchas ocasiones son autoimpuestas. O los daños que nos hacemos, o que le ocasionamos al otro, justamente al que menos hubiéramos querido dañar.

    En cuanto al libre albedrío o la determinación de hacer algo dependen en buena medida de la facultad de decidir. Nos quedan las ganas, la intención, en definitiva los deseos, con los que encaramos las cosas y los días. En ellos radica lo que bien se podría llamar el motor de la voluntad. Hay que decir que la voluntad es el puente más complejo y más contradictorio entre el alma y el cuerpo. San Agustín vivió y desarrolló toda su obra entre el siglo III y IV, fue quizás el Padre de la Iglesia más inteligente, y tuvo una aguda percepción de cómo muchas veces a pesar de todos los esfuerzos por parte del individuo, éste no puede evitar la disociación y la "incomunicación" entre el alma y el cuerpo. Con buen criterio ubicaba a la voluntad en el alma y no salía de su asombro por las veces en que la voluntad quedaba impotente como lo refleja un notable párrafo de su célebre "Confesiones":

    " Manda el espíritu al cuerpo y se le obedece al punto. Manda el espíritu a sí mismo y se le resiste. Manda el espíritu que se mueva la mano y hay tal facilidad en la obediencia que apenas se distingue la orden de la ejecución. Y eso que el espíritu es espíritu mientras que la mano es cuerpo. Manda el espíritu que quiera el espíritu y aunque es una misma cosa no lo hace. De donde proviene ese monstruoso prodigio. ¿Cuál es la causa?" El monstruoso prodigio del que habla aquí San Agustín es la constatación de la falta de gobierno de sí mismo, de lo que en muchas ocasiones da prueba el ser humano.

    "Querer es poder" sentencia un clásico dicho que en muchas oportunidades queda desmentido por un alma que no le obedece al alma, o por un cuerpo que no le hace caso al alma, todos casos en que la voluntad encuentra su límite en la impotencia. ¿Cuál es la causa de semejante monstruosidad se pregunta el Padre? Se pueda pensar que es que el cerebro y la psiquis no son lo mismo. Una orden cerebral no basta para su cumplimiento. Un impulso psíquico (voluntad) puede no alcanzar para hacer algo. Lo que en definitiva pone un límite a la soberbia humana, y a pesar de los sufrimientos que esto ocasiona en varias oportunidades (¿o habría que decir inoportunidades?), lo cierto es que esto nos diferencia de los robots que vamos creando, cuya esencia es obedecer todas las órdenes.

    Seguramente este es el sueño del poder: una humanidad organizada y dividida entre ordenantes y ordenados, es decir una monstruosidad a tiempo completo.
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