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 sábado, 17 de junio de 2006  
Reflexiones
Fantasmas balcánicos

Patricio Pron (*)

En setiembre del año 2000 fui retenido por el ejército serbio en la frontera con Bosnia después de haber intentado inútilmente comprar un visado en Sarajevo para presenciar las que acabarían siendo las últimas elecciones fraudulentas del déspota serbio Slobodan Milosevic. Mientras esperaba que pasara algún autobús de regreso al lado bosnio, me entretuve charlando con algunos soldados, todos de mi edad o menores, que durante la guerra habían estado en campos de refugiados administrados por el ejército alemán. Naturalmente, hablamos de fútbol, del argentino -que ellos conocían a grandes rasgos- y del serbio, cuyos futbolistas estaban de moda en ese momento; también hablamos de la guerra, pero ese es otro tema.

Serbia es uno de esos países en los que el fútbol se vive con la misma intensidad delirante que en Argentina, y es probable que mis ocasionales amigos hayan llorado ayer en Belgrado o en cualquier otro sitio de ese país pequeño que los europeos quisieron liberar con bombas.

En la frontera el paisaje era rocoso y agreste, como el fútbol que practicó la selección de Serbia y Montenegro durante la fase clasificatoria, en la que recibió un sólo gol en diez partidos, y también ayer, en los ratos en que el equipo argentino se lo permitió. Mateja Kezman, el hombre encargado de convocar a las musas en el lado serbio y montenegrino, pasó inadvertido hasta su expulsión, y Dejan Stankovic fue borrado por ese curioso Triángulo de las Bermudas que conforman Burdisso, Ayala y Heinze.

Literalmente, Serbia y Montenegro no existió, pero su tragedia no parece haberse iniciado con el gol de Maximiliano Rodríguez; bastaba ver los rostros de los jugadores balcánicos durante la ejecución del himno serbio para adivinar un drama de proporciones más grandes que un partido perdido, un drama que era el colofón -pacífico esta vez- del proceso de disgregación de la antigua Yugoslavia, comenzado en 1991. Mientras en Gelsenkirchen sonaba el himno serbio, en los Balcanes el país que pretendía representar -literalmente- ya no existía, disuelto tras el plebiscito celebrado el 21 de mayo pasado en el que 55,5 por ciento de la población votó por la disolución de la federación de Serbia y Montenegro. En su lugar, habrá a partir de ahora dos países que utilizarán símbolos nacionales similares, hablarán el mismo idioma y tratarán por separado de clasificarse para el Mundial de Sudáfrica 2010, cosa que parece improbable si se considera el escaso peso específico de cada una de estas selecciones por separado.

Y esto parecían saberlo ayer los jugadores; cuando el miércoles que viene se enfrenten a Costa de Marfil -esta vez sólo por el honor- se producirá un evento histórico: será la última vez que estos futbolistas jugarán juntos y la última vez que se escuchará su himno.

Siempre produce un cierto escalofrío asistir a las manifestaciones de un país que ya no existe, pero la sensación es aún más inquietante cuando esas manifestaciones tienen lugar en el presente; es como si uno cayera en el túnel del tiempo o, como en las pesadillas, estuviera asistiendo a algo incongruente pero real al mismo tiempo. En los televisores, el uniforme blanco de los jugadores serbios y montenegrinos los hacía parecer fantasmas, y eran realmente fantasmas balcánicos, fantasmas de lo que ya no existe.

(*)Especial para La Capital, desde Alemania


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