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 miércoles, 27 de abril de 2005  
La grandeza como vitalidad incesante

Sebastián Riestra / La Capital

Augusto Roa Bastos ya no escribirá más. Pero su obra ha conquistado hace tiempo no sólo la admiración y el amor de numerosos lectores, sino también la proyección y la resonancia de un clásico. El notable narrador paraguayo, autor de obras fundamentales en la literatura del siglo veinte -y entiéndase esto por fuera de su marco natural, que son la lengua española y el orbe latinoamericano-, partió después que casi todos sus brillantes compañeros generacionales, con quienes compartió una época de la literatura de Hispanoamérica a la que sólo puede caberle el calificativo de dorada.

Roa publica en 1953 su primera obra maestra, "El trueno entre las hojas". Es el mismo año en que el cubano Alejo Carpentier publica su inolvidable novela "Los pasos perdidos". Un año más tarde, el uruguayo Juan Carlos Onetti edita "Los adioses" y el mexicano Juan Rulfo conmueve a todos con los relatos magistrales de "El llano en llamas". Dos años después, el argentino Julio Cortázar dará a conocer "Final del juego". Que en tan breve lapso coincidan tantas obras maestras -que los lectores siguen recorriendo hoy con fervor indeclinable- describe la riqueza de la literatura subcontinental en aquellos años. El paraguayo Roa fue nombre y hombre clave en esa verdadera explosión de talento, que corría por carriles paralelos a la inquietud política, la preocupación social y la intensa búsqueda de la identidad propia.

Después llegarán otros hitos. La crucial década del sesenta -cenit del movimiento descripto- arranca con otro libro clave del guaraní: "Hijo de hombre". Es el mismo año de la cortazariana "Los premios". Luego surgirán, por la misma huella, el genio de Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes. En muchos de estos escritores, y también en Roa, es perceptible la deuda con William Faulkner. El oriundo de Mississippi había marcado a casi todos con su voz oceánica y su noción del ritmo como matriz insustituible de la prosa.

La literatura hispanoamericana deslumbra al mundo entero: es la época del llamado "boom", que muchas veces consigue tornar superficial lo que tiene raíces sumidas en lo hondo. Roa -hijo del Paraguay postergado y olvidado, como el poeta Elvio Romero- da testimonio simbólico del atraso, la marginalidad y el bárbaro autoritarismo de la dictadura que hunde a su país en una virtual Edad Media. Llegará la que muchos consideran su obra cumbre: "Yo, el supremo" (1974), donde el drama de la tiranía es tratado de manera sinfónica a partir de un punto de partida ubicuo, el rigor histórico. Otra coincidencia: ese mismo año se publica en México "El recurso del método", donde Carpentier transita por el mismo sendero temático, aunque recorrido desde la parodia.

Ha muerto, en síntesis, un gran escritor. Y entiéndase el adjetivo "gran" como descriptivo de una vitalidad incesante, no como sinónimo de la cuasi tumba que para un creador legítimo constituye el adquirir status de "clásico". Los textos de Roa poseen la virtud de conmover desde la más pura belleza que pueda generar el lenguaje.
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