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 domingo, 20 de marzo de 2005  
Perspectivas
Seguridad es igual a derechos
El criminólogo Enrique Font hace un análisis de la explosión delictiva que comenzó a gestarse en los años 90 y plantea paradojas para pensar soluciones

Paola Irurtia / La Capital

La preocupación por la seguridad pública ganó un espacio que se mantiene desde finales de los años 90 en la agenda política. Esa centralidad y los universos que giran a su alrededor fueron el disparador de una propuesta impulsada por el Centro de Estudios Legales y Sociales (Cels) que plantea una política de seguridad basada en los derechos ciudadanos en el sentido más amplio -sociales, políticos, jurídicos y económicos. Opuesta a las consignas más frecuentes, que exigen incrementar la presencia policial, los controles y las penas, la propuesta -cuyos lineamientos explica el criminólogo rosarino Enrique Font- reclama políticas eficaces, capaces de comprender los dispositivos culturales y económicos que sostienen los universos delictivos para intervenir, controlar la violencia y fijar pautas claras de acción desde las distintas órbitas estatales.

"El centro del problema es que los reclamos de más seguridad con más policías, más control y penas más duras no son lo que parecen. Las propuestas no son efectivas, ni pueden demostrarse de un modo empírico", arranca Font. Esos planteos dejan de lado la reconstrucción de los lazos entre la ciudadanía, el control de la violencia, la modificación de prioridades institucionales y la coordinación de las acciones en las distintas órbitas del Estado: su rol político.

La noción de Justicia, uno de los elementos que articula las relaciones sociales, brinda una clave. "En Occidente, la cultura dominante piensa que la Justicia es oponer al menoscabo que produce el delito -a la seguridad, a los bienes individuales, a la propiedad- un menoscabo equivalente en forma de sanción. Supone que la pena organiza el mundo simbólico que desorganiza el delito".

A la lógica de ese modelo, que se reproduce en casi todas las propuestas, Font opone la de otras culturas, que encuentran la idea de Justicia más cercana a la resolución del problema que origina la falta. "Si vos mataste o dejaste tuerto a un cuidador de ovejas, lo que enfrentás en el proceso es si cuidás sus ovejas, mandás a tu clan a cuidarlas, o cualquier otro modo de afrontar la responsabilidad por el daño ocasionado en la medida en que sea posible. Para esas comunidades es impensable que la Justicia pase por meter preso al agresor. El rol simbólico de la Justicia está más atado al rol material".

Como ejemplo de ese modelo Font ubica la Justicia de menores de Nueva Zelanda, que adoptó una práctica de los indios maoríes. El sistema reúne al infractor y la víctima, junto a personas de su grupo de referencia -que puede ser de su familia, un tío o el entrenador de fútbol-, para alcanzar un acuerdo en la forma de resolver el conflicto. Ese sistema hizo desaparecer al Estado tutelar, las cárceles y las penas. Los méritos fueron dobles: "No es un sistema perfecto, como todos en criminología. Pero encontraron menores niveles de reincidencia y una mayor satisfacción en las víctimas".

La cultura hegemónica occidental sumó un elemento que Font llamó "lógica Re" y es la que al margen de hacer justicia pretende producir seguridad. "La lógica es que a partir de la pena, resocializo, reeduco o re-algo, así ese sujeto no reincide y disuado al resto. Hoy hasta los más necios reconocen que la cárcel no reeduca". A la disuasión, la considera un mentira: "Nadie mira las penas para delinquir, lo que consideran es la posibilidad de que los atrapen. Y eso vale para un ladrón como para un evasor de impuestos, que se pregunta si la Afip tiene posibilidades de engancharlo, no si va a ir preso".

Uno de los puntos que los analistas rescatan dentro del panorama nacional, es que ante la naturalización de una sociedad antagónica y enfrentada, aún se mantiene el recuerdo de la movilidad social. "Si ante la naturalización de esa dualidad se cruza la variable seguridad -remarca Font-, sólo queda pensar el modo de asegurar esa división: una política de alambrado. Ese recuerdo da la oportunidad de saber que la sociedad no siempre estuvo fragmentada y si esto ocurrió, no fue por naturaleza, sino por decisiones políticas".

Otro es sobre las posibilidades que brindan las mediaciones en las que Font encuentra "una gran capacidad para variar los resultados en situaciones similares. ¿Porqué los habitantes de dos villas de Rosario desarrollan diferentes sistemas de vida, si enfrentan los mismos condicionamientos económicos y sociales? ¿Qué es lo que explica, dentro de las cárceles, la diferencia de comportamiento entre los pabellones evangélicos -menos conflictivos- de los que no lo son?", cuestiona.

"Si querés competir con el ingreso de un chico de 14 años a la vida del microtráfico tenés que pensar mediaciones que le den lo mismo. Tenés que pensar que ese camino es atractivo porque produce recursos, produce reconocimiento, autoestima, establece nexos, da una identidad. Con eso no vas a competir con una prohibición sino con una cultura: será el rap, serán los evangelistas. Una cosa que hagan en el mismo lugar y les brinde reconocimiento, estima, las mismas cosas. Nunca vas a competir diciendo «eso es malo y esto es bueno»".

Ese modelo es el que Brasil implementó en muchas favelas y comunidades con problemas de violencia. Pero también el que desarrolla el programa "Comunidades justas y seguras" que se impulsó en Villa Banana y barrio Ludueña.

Ese tipo de intervención tiene réditos que la política de control y sanción no contempla: reduce efectivamente la violencia y ofrece un nuevo "recorrido de vida" a quienes quedaron atrapados en soluciones marginales.


Gerentes del delito
La década del 90 marcó en Argentina un auge del delito en relación a épocas anteriores. Dentro de los factores que cambiaron, Font considera "las puertas que dejó abiertas el socavamiento de las instancias de mediación, la decadencia de la escuela, la caída de las representaciones políticas y del trabajo asalariado no en el sentido económico sino en el sentido de identidad cultural". Pero para el criminólogo, todos estos elementos no alcanzan para explicar la explosión delictiva. "La única forma de entender esos cambios es sumarle la centralidad de las agencias policiales en gerenciar el delito -indica-. No alcanza la crisis económica, no alcanza la cultura neoliberal. Falta toda la degradación de la vida política y el rol de la policía de gerenciar esas actividades".

El gerenciamiento del delito surge a partir de que la policía incorpora prácticas de la inteligencia criminal. "Entonces vieron que podían obtener beneficios de los delitos que ocurrían, o intervenir directamente y gerenciarlo, dejando zonas liberadas, y cobrando su parte por eso", dice Font.

A la vez, esa misma inteligencia es la herramienta fundamental en lo que considera que deberían ser las prácticas de la investigación judicial, y los lineamientos de las políticas de seguridad.

Un ejemplo es la iniciativa bonaerense para controlar a los desarmaderos ilegales de autos, tras comprobar que los robos de autos dispararon los índices de homicidios en esa provincia durante 2003.

"La política tradicional hubiera pedido saturación policial y endurecimiento de penas", señala Font. La posibilidad de que la policía intervenga directamente en un hecho durante un patrullaje, agrega, es remota. Y el aumento de penas inocuo: primero porque habitualmente la policía no logra apresar a los ladrones y después porque a nadie le importa la pena que podría recibir antes de estar detenido.

Un estudio inglés sobre saturación policial constató que había un patrullero en un área de 600 metros a la redonda de un hurto una vez cada ocho años. Y eso no quería decir que lo advirtieran.

La estrategia que se siguió en Buenos Aires fue la de atacar las economías delictivas. "No es muy difícil hacer inteligencia porque ese tipo de delitos, en un punto, es casi público -asegura Font-. El que roba un auto tiene que saber donde llevarlo, el reducidor a quién venderlo, y el comprador, dónde ir a buscarlo".

"La inteligencia sobre los delitos es un arma que la policía domina y el elemento que les permite, corrupción mediante, volverse gerenciadores de la actividad", indica Font. Una situación que suele ser pasada por alto.
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"Hasta los más necios reconocen que la cárcel no reeduca", dice Font.

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