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 domingo, 20 de marzo de 2005  
Editorial
Para que la memoria no cese

La inauguración en Jerusalén de un singular y conmovedor museo destinado a evocar a las víctimas del Holocausto perpetrado por el régimen nazi se transformó en uno de los hechos más significativos de un panorama internacional signado por la rutinización de la barbarie. Todo el edificio se convirtió en sinónimo de dos palabras clave: nunca más.


La historia carece de todo valor si los pueblos no son capaces de aprender de ella, para evitar la repetición de los errores y, sobre todo, de los horrores. La Argentina —que vivió una de las dictaduras más sangrientas de todo el siglo veinte— es consciente de la importancia trascendental que reviste el cotidiano ejercicio de la memoria. La inauguración en Jerusalén del imponente Museo del Holocausto constituyó un suceso conmovedor, cuyo sentido profundo pertenece a la misma esfera: erigirse en testimonio definitivo de la que acaso sea junto con el lanzamiento de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki la página más negra de la crónica de la humanidad, los campos de concentración del nazismo, en los cuales se perpetró la masacre de los judíos, además de otras colectividades y minorías, sin excluir a los opositores políticos al régimen.

   La presencia de los más importantes funcionarios israelíes y de unas cuatro decenas de dignatarios y personalidades de todo el mundo dio marco a la ceremonia inaugural del Museo del Holocausto Yad Vashem, destinado a recordar el genocidio de seis millones de judíos europeos a manos del formidable aparato criminal que lideró Adolf Hitler. El secretario general de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), Kofi Annan, fue explícito durante su discurso: “Nuestra tarea más urgente es recordar a aquellos que murieron y asegurarnos de que ese horror no vuelva a ocurrir nunca más”, dijo.

   Y son esas dos palabras, nunca más, las que resumen —tal como lo hacen desde hace más de veinte años en la Argentina— el espíritu que alentó la construcción del monumental edificio durante el transcurso de una década, al costo de cincuenta y seis millones de dólares. En su interior se exhiben, por ejemplo, miles de pares de zapatos de víctimas de las cámaras de gas. También es posible contemplar las siniestras literas de madera de tres pisos donde descansaban los reclusos de Auschwitz y Majdanek, así como numerosas pertenencias personales, y tantos nombres y biografías de los muertos como fue posible recopilar.

   Opresivo, sin dudas angustiante, pero al mismo tiempo necesario y aleccionador: así será el recorrido por los amplios espacios del museo. Ojalá que cada uno de quienes lo visiten aprenda definitivamente de sus duras enseñanzas y se convierta en bastión personal contra toda forma de opresión y violencia racial y política.
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