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 miércoles, 10 de noviembre de 2004  
Oro y exterminio

Lelio Merli

Es conocida la experiencia del batracio arrojado a una olla con agua muy caliente. El pobre animal da un salto mayúsculo al tocar el líquido y así evita quemarse vivo. En cambio, si a ese animal se lo sumerge en la olla con agua fría que se ha puesto a calentar a fuego muy lento, se irá adaptando a la temperatura en aumento y terminará hecho puchero. Esto mismo nos está ocurriendo frente a la contaminación que provocan las mineras multinacionales que están desembarcando en nuestro país y que obtienen oro utilizando cianuro, matando toda vida en kilómetros a su alrededor y envenenando las capas freáticas de las que luego beberemos los humanos. Nos estamos acostumbrando tanto a vivir con la contaminación en aumento, que no reaccionamos siquiera frente al cianuro. Es decir frente a la misma muerte.

Del trabajo de estas compañías mineras, tan peligroso, lo extraño es que el país sólo recibe el 3% de las utilidades -según la ley 24.196-, pero si los minerales se exportan por los puertos patagónicos, se les reintegra el 5%, o sea que, aparte del daño, perdemos el 2%.

Hay una expresión popular rosarina, muy conocida, que refleja este absurdo. Se refiere a la mujer callejera que ejerce el oficio más antiguo de la humanidad, sin obtener ninguna compensación económica. Nuestros gobernantes y legisladores no se ocupan de este tema -dada su ignorancia- y las compañías mineras corren una desenfrenada carrera contra el tiempo guiadas por una codicia asesina. Saben que la información que reciba la ciudadanía muy pronto les impedirá guarecerse en las leyes imperfectas que regulan la minería nacional, aprovechando los resquicios legales para legitimar una tarea contraria a derecho, no ya al civil o constitucional, sino directamente al natural. Al derecho a la vida.

Estas mineras cuentan, aparte de esas lagunas legales, con la opinión de algunos ingenieros químicos o "expertos" que asesoran a nuestros legisladores y gobernantes -legos en la materia- con argumentos que sólo sirven para justificar sus medios de vida, pues generalmente son empleados de esas compañías.

Es tal su desprecio hacia al periodismo

-hombres con sentido común- que desaprensivamente suponen que creeremos sus razones, por las cuales el cianuro puede llegar a convertirse en agua bendita.


El oro maldito
La historia del oro es el reflejo amarillento de la historia de la humanidad. De su parte sombría. Es la historia de la avaricia, de la codicia, de la compra de las conciencias y de los esclavos. De la usura, particular o internacional. De la compra de armas, de la venta de secretos militares. Por unos puñados de oro en 1867 el zar de Rusia vendió Alaska a los EEUU. En 1917, cuando la revolución bolchevique, a los cadáveres de toda la familia zarista la turba le cortó los dedos para sacarles los anillos de oro. ¡Qué ironía!

Roosevelt debió abandonar el respaldo oro que tenía el dólar, porque significaba la dependencia comercial de los Estados Unidos frente a la libra esterlina. Hoy día la importancia del oro en las reservas de los bancos centrales ha disminuido. El uso del oro en odontología ahora es ínfimo, al igual que en la industria.

El remanente alcanza y sobra para satisfacer la vanidad humana sin necesidad de recurrir a la química, que tiene urgentes misiones más útiles para la humanidad. Al oro se lo buscó por todos los medios: en minas siguiendo sus vetas y en los arroyos lavando sus arenas. Miles de niños sucumbieron escarbando las estrechas ranuras entre las piedras, en la antigüedad y en el presente, como en Namibia donde se los compran a los padres para hacer ese trabajo.

El oro siempre trajo la muerte, Pero no se había llegado al extremo de envenenar la tierra y el agua, como sucede ahora, al asociarlo al cianuro. Mala yunta, diría García Márquez, como en el tango. Por algo los mapuches dicen en su lengua: Nguenechen-eln-mapu-millan-meu-cumequedungu-cheguen. (Dios enterró bien al oro para felicidad del ser humano).

En América la historia del oro y la plata fue trágica. Todos la conocemos. Le costó a Indoamérica cerca de cien millones de vidas. En Potosí, el cerro quedó perforado como queso gruyere. Los nativos esclavizados fueron uncidos como bueyes a la rueda mayor en la acuñación de monedas, encadenados hasta su temprana muerte. Pero el oro maldito no sólo fue trágico para Indoamérica, lo fue también para España. Cambiaron la cultura del trabajo por el ocio. Todo se compraba en el exterior, especialmente en Holanda. Entonces el oro se fue y la miseria quedó.

Del oro que se enviaba a España se pagaba un impuesto a la corona, por lo cual se embarcaba mucho más del que se declaraba. Por eso, muchos veleros se hundían con el exceso de peso. La avaricia siempre rompe el saco. Tan maldito fue ese oro americano mal habido que el guardado en las arcas del Estado emigró en la Guerra Civil: una mitad a México, con el gobierno republicano en el exilio; la otra mitad a Rusia, con los comunistas españoles.

Así pues, triunfante Franco pero falto de solvencia comercial, fue obligado a envasar sardinas españolas con el sello "Made in England" y fabricar las obras muertas de los buques "construidos en Inglaterra". Atrás quedó la pretendida gloria descubridora, deslucida por la conquista genocida tras el oro maldito. Redimida España por el trabajo de su pueblo auténtico, que no tiene sangre real ni apellidos de nobleza, colaboró incluso con el crecimiento de esta parte de América, tierra de gloriosas gestas logradas con la ayuda de su mayor obsequio, el caballo, y escritas en letras del mejor dorado: el idioma de Cervantes.

De estas nuevas generaciones no llegaron más a estas tierras segundones de Castilla a obtener oro de cualquier forma, para luego comprar títulos de falsa nobleza, sino hombres de trabajo de verdadera nobleza. Estos nuevos inmigrantes se sumaron a los de otras naciones y los hijos de todos ellos somos hoy los nuevos criollos, que no odiamos al indio y lo consideramos el mejor guardián de la pureza de la tierra que también nos pertenece.


El ejemplo de California
América también, aunque en tiempos más recientes, sufrió la fiebre del oro. A California llegaron de todo el mundo buscadores y aventureros, pero quedaron muy pocos pobladores. En 1920, el agua disponible sólo permitía la vida de 250.000 personas. En cambio el agua traída por el genial Willam Mulhollnd, desde unos 400 kilómetros, convirtió a California en la quinta región-potencia del mundo, permitiendo la vida y el progreso de 36.000.000 de habitantes.

Es que el oro sólo trae codicia y el agua, en cambio, trae riqueza. Y pensar que ahora, por unos kilos de oro -que no serán nuestros- envenenan nuestras aguas, fuente de nuestra futura riqueza colosal. ¿Conocerán nuestros ignorantes políticos el ejemplo de California? ¿Sabrán que estos procedimientos mineros "se chupan el agua"?

"Se chupan el agua -dice la Iglesia Católica en el documento de la Pastoral Social de la Diócesis de Bariloche- y no hay agua en la meseta para la cantidad que estos megaemprendimientos requieren". Ojalá sólo la chuparan. La usan, la envenenan y la hacen "desaparecer" volcándola a los ríos o haciéndolas absorber por la tierra, llegando hasta las napas de las que luego tomaremos el "agua potable".

Retornando al ejemplo del comienzo, observemos nuevamente a los batracios. La Creación puso en los seres más insignificantes, dotes que le ha negado al hombre, quizás para llamarlo a cordura cuando su vanidad egocéntrica lo hace creerse Dios. En Japón, recientemente, descubrieron que las ranas previenen los terremotos mejor que cualquier aparato sofisticado. Del mismo modo, el humilde sapo nos explica por qué el hombre no detiene el avance de la contaminación que lo llevará a la muerte. Despacio se está acostumbrando a ella. Pronto será puchero.
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