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 sábado, 31 de julio de 2004

Educación y exclusión social
"Apuñalé a un chabón": los límites de las escuelas frente a la marginalidad

Mariano Naradowski (*)

La noticia no dejó de correr en las redacciones de los diarios, en los sitios de Internet, y en los estudios de radio y televisión. Una noticia de esas que va a la tapa al día siguiente aunque al poco tiempo casi nadie se acuerde de nada, y sus protagonistas encallan en el olvido, aunque sus vidas vayan a transcurrir, como en este caso, entre las sucias paredes de una cárcel de mujeres.

La noticia decía que por fin habían atrapado al asesino del joven muerto en la puerta de un boliche. Se trataba de uno esos asesinatos que a fuerza de ser cada vez más frecuentes, ahora pasan inadvertidos, cometidos en el albor del día, en el fin de la noche bailantera, cuando el alcohol, el humo y la presión impiden serenarse; cuando los celos vuelven bestiales hasta los sentimientos más tiernos, cuando la cocaína endurece cualquier atisbo de empatía o de comprensión de ese otro que se tiene enfrente.

Pero la noticia no era noticia por el asesinato en sí mismo (los asesinatos en sí mismos, ya lo sabemos, no son más noticias) sino por quien se dice su autora y por cómo fue descubierta.

Parece que se llama Ana y parece que tiene 18 años. Parece, conjeturan policías, fiscales, peritos, y ese notero también adolescente que la radio mandó a cubrir la noticia al lugar de los hechos, que Ana confesó el crimen en su diario íntimo, una agenda que en la que meticulosa y pudorosamente inscribía los sucesos de cada unos de los días de su vida, allá en esa villa miseria del Gran Buenos Aires.

"Apuñalé a un chabón". Dicen que decía la inscripción en el diario íntimo, en la hoja correspondiente al 3 de julio. Dicen también que podía leerse: "Hoy me mandé una cagada... estoy asustada...", lo cual no es extraño puesto que los diarios íntimos de una adolescente sirven para canalizar la angustia que produce la soledad, para decir eso que los adolescentes callan por timidez o acaso por vergüenza.


Antiheroína suburbana
El intelectual argentino Aníbal Ponce, en una de sus incursiones por la psiquiatría en 1938, había señalado algunos de estos mecanismos en su libro "Ambición y angustia de los adolescentes", un estudio acerca del diario íntimo de la joven María Bashkirtseff cuyos narcisismo, neurosis y refinamiento en poco se asemejan, seguramente, a Ana, esta nueva anti heroína suburbana, ni a Norberto, el chabón al cual le propinaron (es el verbo que usó el notero) siete puñaladas que terminaron con su vida.

Ni Ana ni acaso Norberto, en el paisaje sórdido de esa gélida madrugada a la salida del boliche, se parecen en nada a la idea de adolescente que predominaba entre los teóricos del siglo XX.

Es que Ana es el ejemplo cabal de que la educación escolar no es la garantía para el fin de la marginalidad social. Sus largos años de escolarización no solamente habrán forjado su carácter y delineado sus gustos sino que produjeron en ella el disfrute por la escritura cotidiana, esa suerte de adicción que muchos padecemos por el registro diario de lo que nos pasa, o lo que les pasa a los demás.

Pero Ana nos vuelve a demostrar que con eso sólo no alcanza. Que la escuela no es el faro que evita la exclusión ni el aprendizaje de la lectura y la escritura la tabla de salvación para la liberación de las personas, como se creía antes; como creía el propio Aníbal Ponce.

Hace falta mejorar en mucho a nuestras escuelas y a nuestra sociedad si pretendemos que la marginalidad se revierta en vidas dignas.


De armas
Me imagino a Ana como una suerte de producto relativamente "exitoso" de la escuela: a pesar de la vida desdichada que le había tocado vivir logró el arma de la lectura y la escritura. Pero esa arma no sirvió para apaciguar la voluntad de uso de otra arma.

Ana fue una buena alumna de su escuela. O al menos prefiero imaginarla así: responsable en sus tareas, ordenada en sus deberes, perezosa en matemática, si, pero creativa y prolífica en lengua, con excelentes notas en "redacción". Pero a Ana no la aguardaba un taller literario, una revista de poesía o, por qué no, el inicio de la carrera de Letras, ahí en la calle Puan. A Ana, y a Norberto, el destino argentino les deparaba otra suerte.

La marginalidad se tragó a otros dos jóvenes. Uno a la muerte y la otra a la prisión. El sistema educativo volvió a demostrar sus límites. Y antes de que alguna banda de cumbia villera le haga a Ana un canción como homenaje, y a poco más de veinte días de la noticia (y efectivamente ya nadie se acuerda de la chica) estas líneas -un absurdo réquiem para uno y una triste añoranza para la otra- quieren hacernos pensar acerca de todo lo que, todavía, tenemos que hacer para cambiar la escuela. Para cambiar esta sociedad. Para cambiar nuestras vidas.

(*)Doctor en educación

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