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 domingo, 28 de marzo de 2004

Para beber: Cepa delicada

Gabriela Gasparini

Conocida como la "cepa perdida", hay quienes afirman que la Carmeniere es al vino chileno lo que la Malbec al argentino. No estoy en condiciones de afirmar ni de negar esa aseveración.

Con el linaje que le otorga ser originaria de Bordeaux, las explicaciones que se dan para que esté casi borrada del horizonte vinícola francés, no terminan de convencer si tenemos en cuenta la personalidad que esta uva es capaz de brindarle a los caldos cuando su desarrollo llegó a buen puerto. Lo que sí estamos en condiciones de confirmar es que después de estar desaparecida, o mejor dicho camuflada bajo otra variedad, reapareció con verdadero ímpetu en el país trasandino.

Conocida en su lugar de nacimiento como Grand Vidure, fue uno de los principales componentes de los vinos de Burdeos en el período que va desde el siglo XVII hasta comienzos del XIX. Cuando la aristocracia chilena decidió incursionar en la industria vitivinícola, y como era de esperarse, su modelo no podía ser otro que el francés (Carmeniere incluida). Tan bien les fue en el intento, y algunos de sus vinos resultaron de tal calidad que cuando la filoxera produjo la debacle europea, la solución que encontraron a la desesperante falta de jugo de uvas fermentado fue importarlos desde Chile.

Pasado el mal momento, a la hora de reorganizar y replantar los viñedos devastados por la plaga, la Carmeniere fue injustamente dejada de lado. Pesó más su condición de cepa delicada, propensa a sufrir demasiado con el clima y su poco pareja y muchas veces escasa producción, que la calidad y distinción que tenía para ofrecer. Lejos de esos problemas, de este lado del Atlántico ella continuó su vida como si nada hubiera pasado.

Pero no era tan así, de hecho algo raro ocurrió, de ninguna manera es que haya perdido sus cualidades, pero por algún motivo se fue mezclando en los viñedos de Merlot: uva con la que comparte algunos rasgos superficiales, en lo que hace a su apariencia, para terminar absolutamente confundida con ella. Y así fueron dados a conocer sus vinos en el resto del mundo. Sin embargo, llamó la atención de algunos estudiosos una visible diferencia entre los dos tipos de Merlot chilenos, que no sólo tenían hojas de distinta forma y tonalidad, sino que hasta sus tiempos de maduración eran diferentes.

Cuando en los años 80 la industria vitivinícola recibió un gran impulso de la mano de las inversiones extranjeras, a los investigadores que se instalaron en el país vecino con el propósito de darle un vuelco a la producción, los asombraba que aún en los Merlot más económicos se percibían notas especiadas decididamente más intensas que las características en esta cepa, y que presentaban una voluptuosidad que no se conseguía en otros países.

Al principio se inclinaron por pensar que se debía a que era una especie clonada y que por ese motivo habían conseguido semejante suntuosidad. Pero entonces, un grupo de ampelógrafos franceses se dio cuenta de la confusión. Y el error llegó a su fin en 1994, cuando el profesor Jean Michel Boursiquit, de la escuela de enología de Montpellier, pudo verificar, ADN mediante, que lo que durante más de cien años se nombraba como Merlot no era otra que la exquisita Carmeniere francesa. Y así recuperó su identidad.

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