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 domingo, 12 de octubre de 2003

Personajes & Destinos
Aluvión zoológico en París

Marcela Isaías / La Capital

Nací y crecí en una familia peronista, para la cual cada 17 de octubre adquiere la misma dimensión que una fecha patria. Era común escuchar de mis abuelos, tíos y sobre todo de mi madre, hablar una y otra vez de Perón, Evita y todo lo que ellos habían conseguido gracias a uno y otra. La crónica del 17 se recordaba entonces con emoción, casi con la misma que en la escuela se aprenden los sucesos del 25 de Mayo.

Se hablaba de cuando el pueblo llegó a la Plaza de Mayo a pedir por el líder preso y cómo eso había marcado un antes y un después para el movimiento obrero argentino y para una clase media que se animaba a sumarse a los reclamos de los asalariados. En el medio me recordaban una y otra vez aquella jornada agotadora de calor, cuando la gente no había encontrado otra salida que "meter las patas" en las fuentes ubicadas frente a la Casa Rosada para refrescarse.

Con cierta complicidad, mi familia se imaginaba a los "cabecitas negras" arremangándose pantalones o sosteniendo alpargatas en la mano para mojarse los pies en la fuente pública, y les daba mayor regocijo saber que eso causaba el espanto de las clases más pudientes. Desde algún sector político diferenciado del movimiento que entraba en escena tal "calamidad" fue descripta como el de un verdadero "aluvión zoológico".

Esa imagen de la gente con los pies en el agua contada por mi madre casi como un catecismo en cada 17 de octubre fue quizás la que más guardé de mi infancia. Es también la misma y primera que recordé en un viaje a París al llegar a la puerta del museo del Louvre.

Turistas de todas las nacionalidades no se demoraban en poner sus pies en las fuentes apostadas en la entrada principal de uno de los museos más exquisitos del mundo. La imagen era fuerte y contradecía a pleno -salvando la distancia entre 1945 y la actualidad- a quienes habían pretendido presentar el hecho de la Plaza de Mayo como una salvajada propia de los países subdesarrollados. ¡Nada menos que en París se reiteraba aquella postal tan despreciada!


Juegos de agua
El viaje fue en septiembre. El calor era agobiante, el sol por esos días estaba a pleno. La entrada principal al Museo del Louvre es por la pirámide (espejada), diseñada en la década del 80 por el arquitecto chino-americano Ieoh Ming Pei, y rodeada por juegos de agua muy tentadores para los visitantes.

Turistas que no son pocos, si se tiene en cuenta que el Louvre es visitado por 5 millones de personas al año, que no sólo se quedan admirados por las colecciones que guarda -la Mona Lisa de Leonardo Da Vinci y la Venus de Milo constituyen ejemplos-, sino también por la arquitectura histórica de ese edificio. Es que el Louvre fue construido sobre un castillo medieval, cuyos cimientos ahora son parte de la visita. Luego fue palacio de los reyes de Francia. Y a pesar de que recién fue fundado como museo en 1793 guarda una historia de 800 años.

Las más de 30 mil obras del Louvre se distribuyen en distintas salas -Richelieu, Sully y Denon- y abarcan antigüedades orientales (artes del Islam), egipcias, griegas, etruscas y romanas; también esculturas, objetos de arte, pinturas y artes gráficas que van desde las grandes civilizaciones antiguas hasta las de primera mitad del siglo XIX. Por eso recorrer el Louvre (www.louvre.fr) sin una guía en mano es una invitación a perderse.

La primera visita me llevó cinco horas, volví al día siguiente para intentar retener lo que ahora reconozco es imposible. A la salida del museo regresé a las fuentes de la entrada principal, tentada por el calor de la calle pero más por unas ganas terribles de repetir la historia que tanto me contaron en la infancia. Me saqué las sandalias y me quedé un largo rato con los pies en el agua, con el Louvre de fondo.

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Turistas se refrescan frente al Louvre.

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