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 miércoles, 02 de julio de 2003

Reflexiones
Unión, valor y progreso

Víctor Cagnin / La Capital

Progreso es una vieja palabra que siempre regresa a ocupar su lugar dentro de la fraseología política. Su rescate, imprescindible y altruista, nunca suele tener a los mismos protagonistas y su utilización puede ser llevada a destinos diametralmente opuestos o a veces incierto. Y es que, naturalmente, pretender un significado único para todos resultaría vano, inconducente; aunque sería realmente interesante que algún día los argentinos podamos aproximarnos a una idea general de lo que entendemos por progreso o al menos sobre lo que no lo es definitivamente, lo cual ya implicaría un paso adelante.

Una parte de la ciudadanía tiene la extraña presunción de que, con el paso de los años, la posibilidad de progreso se aleja cada vez más. Y no es sospecha, es verdaderamente cierto. Tiene que ver -en buena parte- con la rapidez con que se ha achicado el margen para que cada uno maneje su presente. Porque, al fin de cuentas, de eso se trata no tener futuro, de que cada ciudadano no pueda gobernar su presente, que esté sujeto ya no a sus cavilaciones o faltas de convicciones, sino a las determinaciones de un mercado sin reglas de juego claras y sólo detentado por las grandes corporaciones, que saben traspasar con facilidad las fronteras de un país con la complicidad de gobernantes apresurados por cumplir con las obligaciones externas antes que con las internas. Y esto, en mayor o menor medida, es lo que ha ocurrido en las últimas tres décadas de política de Estado, militar o civil.

La idea que fue creciendo -al menos desde el Rodrigazo del 75 hasta los últimos días del Cavallo de De la Rúa- es que los argentinos hemos ido perdiendo capacidad de decisión, de determinación sobre lo cotidiano; desde nuestra Nación hacia el contexto internacional, desde las provincias hacia la Nación y desde los individuos hacia todos los poderes del Estado. La desmovilización a la que se culpaba años atrás como uno de los males del atraso no era más que una etapa dentro de un largo proceso de constante pérdida de presente: llámese crecimiento de la desocupación, pérdida de poder adquisitivo salarial, deterioro de las obras sociales, corrientes migratorias, mayor índice de mortalidad infantil, deserción escolar, analfabetismo funcional, alarmante cifras de delitos e inseguridad en todos los rincones urbanos.

Desde esta perspectiva, progreso puede interpretarse sencillamente como una conducta de un gobernante que se corresponde con la demanda de aquel que depositó su confianza con su voto y de aquellos otros que se sorprenden de la sensatez y de la capacidad ejecutiva, allí donde lo descartaba. Por eso, en la medida que exista correspondencia entre la inquietud ciudadana y la respuesta del Estado, se podrá comenzar a tener certeza de que ese presente nos pertenece, y con ello la posibilidad de volver a construir proyectos individuales y colectivos.

Claro que no se trata sólo de un problema de los argentinos, sino de un fenómeno creciente de la globalización. Sólo basta con observar el circuito de los capitales financieros durante la década del 90 para constatar en qué estado quedaron aquellas sociedades y cuánto esfuerzo debieron y deben hacer aún para volver a los estándares de vida que poseían. Progreso entonces es volver a aquello que se poseía, el retorno de las lecturas elementales, constitucionales, en un momento de la modernidad donde todo parece convertirse en líquido que se escapa de las manos.

Ya se sabe, la incertidumbre es la reina del imperio y la mariposa que agita sus alas en Singapur puede desatar ciclones en cualquier lugar del planeta, aunque siempre será con consecuencias catastróficas para aquellos que se ubiquen en el Hemisferio Sur. Por eso, hoy por hoy, se percibe como una señal de progreso sustancial ponerles una barrera a esos capitales golondrinas que devastaron de norte a sur al país, desplazar a los mandos castrenses comprometidos con el terrorismo de Estado socio de esos intereses o llevar a una inevitable renuncia al presidente de la Corte Suprema de injusticias y arbitrariedades.

Ahora que la Argentina va recuperando los plazos democráticos y la vida institucional busca regenerarse -aunque no haya todavía demasiado hilo para el tejido-, al progreso se lo percibe como el aroma de un plato que aún no fue servido pero que se reclamó insistentemente. De forma que deberá venir indefectiblemente. Mientras que la promesa de que cada argentino vuelva a ocupar un puesto de trabajo ya no parece algo trasnochado, como tampoco aquello de que los maestros logren recuperar la consideración social y salarial que supieron tener.

El progreso entonces viene asociado inevitablemente a acciones de reparación jurídica y económica, a reconstruir las bases de una sociedad que debe reconocer el esfuerzo y la capacidad, y retribuir en consecuencia; que el ciudadano se apodere de sus días. Como bien lo señala el sociólogo polaco Zygmunt Bauman en su libro "Modernidad líquida": "El tiempo está de nuestra parte y somos nosotros quienes hacemos que las cosas sucedan. Ambas creencias viven y mueren juntas; y siguen vivas en tanto aquellos que ostenten el poder de hacer que las cosas sucedan las confirmen a diario con sus acciones".

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